Milicos eran los de antes

Ficción

—¿Objetividad me pedís? ¿Qué, aprendiste una palabra nueva? Mirá, este bife está seco, y eso no lo puedo ver de manera objetiva. Me lo voy a morfar yo —yo igual a sujeto, y este sujeto piensa sub­jetivamente— y para mí es una suela de ojota. Por favor, lleváselo al que lo convirtió en un fósil que soportó la erupción del Vesubio y traeme otro que esté más cerca de hacer “mu”.

—Bueno… parece que la noche no fue buena. ¿Qué le pasó? Se levantó y se miró al espejo?

—No, en mi casa no tengo espejos. Tengo miedo de enamo­rarme de mí mismo. Andá y traeme un cuarto de tinto y soda. Y un poco de hielo.

—Buenassss, provecho.

—Hola, Carlitos. Vení, sentate. ¿Me acompañás a comer?

—Cafecito nomás.

—Morales, traete un café en jarrito para mi amigo Ortelli, con sacarina.

—Gracias, Pablo. Mirá que no tengo un mango. Vine porque te quería hablar.

—No te preocupés, por ahora el bolsillo me da para invitar un feca. Decime.

—Sabés, estaba pensando en lo del otro día, ¿te acordás de lo que hablamos?

—Como para olvidarme, no dejo de carburar. No sé, no estoy seguro, ya no tengo veinte años. Es medio arriesgado. Medio por ser optimista. Igual me contaste muy poco, necesito saber más.

—El mundo es para los arriesgados. ¿Qué puede pasar? Estar peor que ahora, difícil.

—Tengo bastante que perder. Están los pibes, la vieja. No sé.

—Y ¿qué les pensás dejar a los pibes? Una jubilación de mier­da. Si es que el ruso ese te deja jubilar algún día. Andá a saber si te está haciendo los aportes. En todos estos años que le manejás el camión, andá a saber si garpó algo.

—El ruso es un buen tipo, no me cagaría.

—Estás tan seguro… Esos lo llevan en la sangre. Si no, leéte La Biblia, vas a ver.

—No empecés con boludeces. ¿Qué, te hiciste pastor evangelis­ta ahora que andás hablando de La Biblia?

—Vos confiate, nomás. Siempre fuiste un boludo confiado. Acor­date de la mina esa, ¿cómo se llamaba?

—Nilda. Ella no me cagó, yo le fallé.

—Sí, y por eso se quedó con la casa y el auto. ¡Dejate de joder!

—No me hagas acordar, que no voy a poder morfar. Cada vez que pienso en ella, se me hace un nudo acá.

—¿Todavía seguís enganchado? No te digo yo. Sos un boludo.

—¿Viniste para eso o para hablar de lo otro?

—Ta bien, tenés razón. A mí qué carajo me importa. Bueno, te cuento y me decís.

—Acá tiene su bife jugoso. Fíjese, a ver si está “tiernito”.

—Gracias, Morales. Para carne pasada ya alcanza con tu mujer.

—¡Mirá que sos turro! Un día de estos el jovato se va a calentar y te va a ensartar con un cuchillo, o te va a mear la jarra de vino.

—Si se la encuentra. Bueno, dale, contame. Che, Morales ,¿y el café que te pedí?

—¡Ahí va, tengo solo dos manos!

—La cosa es sencilla. ¿Qué días estás yendo al puerto a buscar embarques?

—Los martes, semana por medio. Voy la semana que viene.

—Bueno, la cosa sería para dentro de tres semanas. A ver, martes 24. Ese día vos vas como siempre: cargás, salís del puerto, agarrás por Huergo, Garay, Entre Ríos, y cuando estes llegando a Alcorta, te van a cruzar un Falcon. Te bajás tranquilito, les das la llave y listo. A la noche tenemos las cincuenta lucas en efeté.

—Che, ese tipo, el del Falcon, es confiable. Digo, no vaya a ser cosa que nos caguen.

—Lo conozco hace mucho, estuvo guardado en Ezeiza con mi primo, el cordobés. Siempre nos juntamos a morfar en casa de su hermana. Es un buen tipo, derecho.

—Bueno, no debe ser tan derecho como decís vos si anda en la joda.

—Cuando te digo derecho, me refiero a que es de palabra. Es de los de antes, tiene códigos.

—Qué se yo. Nunca me mandé un moco.

—Y sí, ya sé que nunca jodiste a nadie. Así te fue. Cincuenta y ocho pirulos, alquilando una casa de mierda. ¿Cuánto hace que no te vas de vacaciones con los pibes? ¿Y tu vieja? ¿Sigue lavando la ropa a mano? Dejate de joder, Pablo. Con tu parte podrías hacer unas cuantas cosas. Pensalo. Vengo mañana y me decís.

—Bueno, mañana te digo, dale.

—Che, locura. De esto nada a nadie.

—Ya sé, seré cagón, pero no boludo.

—Chau, Morales, muy rico el feca. Metételo en el culo, de parte de Pablo.

¿Y si sale mal? ¿Si se descubre todo? ¿Qué pensaría el ruso de mí? Aunque Ortelli tiene razón, siempre en la lona, estoy bastante podrido de esta vida de mierda. ¡Ma, sí qué puedo perder! Al cara­jo con todo. Veinticinco lucas para mí. Tres luquitas para unas va­caciones con los chicos. Podría arreglar un poco la casa, pintar, dos lucas más. Le compro una tele nueva y un lavarropas a mamá, algo de pilcha para mí. Podría guardar más de quince mil mangos por las putas.

—Buenas… Provecho. ¿Con qué manjar nos sorpenderás hoy, Morales? ¿Alguna pavita con salsa agridulce?

—Hay mostacholes con almóndigas.

—Que estén calentitos. Y traeme queso rallado y…

—Sí, ya sé. Tinto y soda.

—No te olvidés el hielo.

—En la mesa de atrás lo espera su amigo.

—¡Cuánta cortesía! Me va a hacer mal.

—A ver si aprende un poco.

—¿Está desocupado el baño?

—Sí, apague la luz cuando salga.

Bueno, está decidido. Le digo que sí. ¿Vos que opinás? Contes­tame. No me digas lo mismo que te digo yo. Puta, que estoy cano­so. Con la guita me podría hacer algo en el pelo. Necesito pilcha nueva, esta camisa no da más. Hasta les podría comprar un espejo nuevo, este está hecho mierda. ¡Ja, sería lo único decente de esta cueva!

—Hola, Carlitos.

—¿Cómo estás?

—Bien, che, muy bien. Hoy me levanté contento.

—Eso es bueno. ¿Ya estás gastando a cuenta?

—¿Qué, se nota?

—Tenés una cara de feliz cumpleaños.

—Bueno, dale, vamos para adelante.

—¡Así se habla, carajo! Dale, que pasamos al frente.

—Y… ¿cómo sigue esto?

—Normal. Vos, tranquilo. No te calentés hasta el martes veinti­cuatro. Hacés lo que dijimos y listo.

—Bueno. ¿y, después?

—Nos vemos ese día a la noche; te aviso adónde y repartimos.

—Dale. Che, ¿querés morfar algo?

—No, solo el café.

—Veo que hoy te lo trajo.

—Me quedé en la barra mirándolo, hasta que no le quedó otra que hacerlo. Es un turro el viejo, pero es buen tipo.

—Sí, es buen tipo.

Veinticinco lucas. La puta, y no se lo puedo contar a nadie. Me gustaría decirle a la vieja. No, ¿para qué? Se asustaría. Me diría que estoy loco. Que papá no nos enseñó eso. Que él nunca le falló a nadie. ¡Perdoname, viejo! Estoy cansado de perder.

—Hola, ¿hablo con la casa de Paternóster?

—¿Con quién quiere hablar?

—Con Eduardo, ¿puede ser?

—¿Padre o hijo?

—Supongo que hijo.

—¿De parte?

—Soy Pablo Robledo. Fuimos compañeros del servicio militar.

—Ah, entonces es con el padre, con mi papá. No está. ¿Quiere que le diga algo?

—No, está bien, señorita. ¿A qué hora lo encuentro?

—Y, mire…, hoy vuelve a eso de las nueve. Llámelo antes de las once, porque se va a dormir.

—Gracias. Lo llamo entonces. Hasta luego.

¿Se acordará de aquella deuda? Yo creo que de esas cosas uno no se olvida. Después de todo, ¿quién lo iba a cubrir esa noche cuando se rajó de la guardia y coparon la sala de armas? Si no hu­biera sido por mí, que falsifiqué el permiso de salida, todavía esta­ba en cana. Pobres los tres pibes que murieron en esa mierda: Frías, Juan Manuel; Sarubi, Héctor Raúl; y Tomasini, Carlos Eduar­do. No me olvido más de esos nombres. Si este boludo no se hu­biera rajado con la enfermera, seguro que estaban vivos. Cuando volvió y se enteró, ¡cómo lloraba el nabo! Suerte que me vio a mí primero. Si no hubiera sido porque yo tenía la llave y pude re­dactar el parte… Bueno, historias de otras épocas, pero que ahora me pueden servir.

—Hola. ¿Eduardo?

—¿Padre o hijo?

—Padre.

—Sí, soy yo.

—Te habla Pablo Robledo, del hospital militar, ¿te acordás? Soldado clase cincuenta y uno, Robledo, Pablo Antonio.

—¡Robledo! La mierda, tantos años. ¡Qué sorpresa!

—Estaba pensando en vos, y buscando en libretas viejas encon­tré el número de teléfono. El que tenía no empezaba con cuatro.

—Y sí, después de tanto tiempo.

—Che, ¿te tomarías un feca con un exsoldado?

—¡Claro! Por supuesto. Mirá. yo laburo desde las ocho de la mañana, hasta las seis de la tarde, acá en Flores.

—¿Te parece mañana a las seis y media, en la pizzería de Cura­paligüe y Rivadavia?

—Dale, sí, me parece. Che, ¿pasa algo?

—No, nada importante, te quiero ver, nada más. Después de tantos años…

—Ok entonces, nos vemos mañana. Ah, te aviso, ¡tengo el pelo largo!

—¡Y yo estoy pelado!

—Nos vamos a reconocer.

—Si querés, llevo un clavel rojo en el ojal.

—No hace falta. Un abrazo, che, hasta mañana.

Veinticinco lucas, la mierda que es guita. ¡Le ofrezco algo a Paternóster o solo le pido la gauchada haciéndole algún verso? Sí, mejor me hago el boludo y lo tanteo.

—Buenas tardes, ¿le traigo la carta?

—No, está bien. Un cafecito corto, por favor.

—¿Robledo?

—Si, Páter, soy Robledo. ¡Qué bien se te ve, loco!

—A vos también. Bueno, si no fuera por la pelada y la busarda.

—Qué hijo de puta. No cambiaste ese modo de decir lo que pensás. ¡Venga, un abrazo!

—¿Cuánto hace? ¿Veinte, veinticinco?

—Veintinueve. Fue para el casorio de Fuentes, marzo de 1980, Olivos, ¿te acordás? El hijo de puta se había enganchado con una minita de guita. ¡Qué fiesta!

—¡Sí, tenés razón! Me acuerdo de que las chetas esas no que­rían bailar con nosotros. Estiradas de mierda. ¿Te acordás el pedo que te agarraste?

—Solo me acuerdo de que vomité todo el domingo. Cuando lle­gué a casa, mi viejo estaba tomando mate en el patio. Me miró con cara de orto y no me habló por tres días.

—Mozo, un cortado. Contame, ¿te casaste?, ¿tenés pibes?, ¿de qué laburás?

—Casarme, lo que se dice casarme, no. Tengo dos pibes: Diego de doce y Laurita de nueve.

—¡La mierda que empezaste tarde!

—Yo no quería, pero Nilda —así se llama la madre— quedó embarazada y nos juntamos. Después vino Laurita y al tiempito la muy turra (la madre) se enganchó a un chabón, se fue. Los pibes estuvieron un tiempo conmigo y después de un par de años nos pusimos de acuerdo y se fueron a vivir con ella. El tipo este, cuan­do se dio cuenta la rayada que era, la mandó al carajo. Me hubiera gustado conocerlo, así lo cagaba a palos. Hijo de puta. Me cagó la vida.

—¿Y los pibes? ¿Los seguís viendo?

—Sí, es turra, pero no tanto. Igual había algo más, yo le había fallado. Pero eso es parte de otra historia. Otro día te cuento. Por lo que entendí, cuando te llamé por teléfono, tenés un hija, debe ser grande por la voz, y un pibe que se llama igual que vos.

—Sí, Carla, tiene veinticinco. Y Eduardito, de dieciséis. Son dos pibes que valen oro. Carlita es maestra y el pibe tira para el lado de la música.

—¿Tu vocación? ¿Seguís tocando el saxo?

—Algo, muy poco. Laburo mucho. La cosa está dura.

—Che, necesito una gauchada. No sé si podrás.

—Decime, loco, a vos te quedé debiendo una, no me olvidé.

—Mirá. Yo laburo en una empresa, manejo un camión.

—Ya manejabas bien en la colimba. Me acuerdo de que anda­bas con la ambulancia.

—La cosa es que necesito un galpón por un par de días. ¿Toda­vía está el galpón al fondo de tu casa?

—Sí, está lleno de porquerías, pero está. ¿Para?

—Lo que pasa es que conseguí una changa, la guita no me alcanza.

—Y ¿a quién le alcanza?

—Es un flete, pero necesitan contratar a alguien que pueda te­ner la mercadería en un depósito un par de días. Es una impor­tación y los tipos que importan la mercadería son un boliche chico. Tienen que guardarla en algún lado hasta que la envíen para el interior. Son unos días nomás, como mucho una semana. ¿Cuán­to me cobrás por el galponcito?

—No, pará, ¿qué te pensás de mí?

—No te quiero joder, disculpame.

—¿Joderme? Para vos, lo que necesites. Ni en pedo te cobro. Me ofendés, loco.

—Gracias, hermano, sabía que podía contar con vos. La cosa es para el veinticuatro, dentro de un par de semanas.

—Hecho, te acomodo lo que hay en el galpón, y usalo nomás. Cuando vengas, te doy un llave, para que entres cuando quieras.

—Gracias, en serio.

—Brindemos por el reencuentro, aunque sea con los cafés.

—¡Salute!

No me podía fallar. El Páter sigue siendo como antes, un tipazo. Si todo sale bien, le voy a tirar una luca, se lo merece. A mí, des­pués de todo, no me va a cambia nada. ¿Y si no sale bien? Bueno, ya dije que sí, no puedo arrugar, si no Carlitos me va gastar de por vida. Ma, sí, le doy para adelante y que Dios me ayude. Qué loco, cuan­do las papas queman pienso en Dios, yo que soy mas ateo que una hoja de papel de lija. Bueno, mejor duermo, si no mañana quién me levanta.

—Hola, ¿Pablo?

—Sí. ¿Todo bien, Carlos? ¿Seguimos con todo para adelante?

—Mañana. Acordate, vos, tranqui.

—Ok. Yo, tranqui. Abrazo.

—Chau. Te llamo a la noche.

—Hola, ¿Páter? Habla Pablo.

—Sí, Pablo. ¿Venís mañana?

—Te llamaba por eso. Me dijiste que te avise, por la llave.

—¿A qué hora venís?

—A la mañana, temprano. ¿Cómo hacemos?

—Venite nomás, yo voy a estar hasta pasado el mediodía. El pi­be está con fiebre y me voy a quedar un rato con él.

—Gracias, loco. Nos vemos allá.

—Abrazo.

Repaso. Trato de que en el puerto me dejen entrar una hora antes —así gano tiempo— cargo primero. Salgo por Huergo, doblo en Garay y sigo hasta parque Chacabuco, agarro por Carabobo hasta la casa de Páter. Descargo la mitad de la merca, acomodo lo que queda en el camión, y listo. De ahí, derechito hasta Vélez Sársfield, bajo por Directorio, Jujuy, Brasil, y listo. Más o menos voy a llegar a horario al encuentro. No se van a dar cuenta. Total, ladrón que roba a otro ladrón. El Turco seguro que me compra las cajas, él tiene cómo colocarlas. Unas veinte lucas más, nada mal.

—Buen día. Llega temprano para cargar.

—Sí. Mirá, Martínez, necesito que me dejes pasar antes.

—Sabe que no puedo. Hasta las siete no se puede entrar.

—Lo que pasa es que tengo un día difícil. Hoy la operan a mi vieja, la cadera. Tengo que terminar temprano. Por favor. Con los muchachos adentro no hay problemas, ellos también quieren ter­minar temprano, seguro.

—¿Es jodido lo de su madre?

—Y, sií. La vieja ya tiene setenta y nueve. Así no puede seguir. Es riesgoso, pero los médicos dicen que es fuerte, que va a salir bien. Te voy a estar agradecido, muy agradecido.

—Está bien, pase, pero, por favor no lo comente con los otros. Sabe que me juego el laburo. Es un trabajo de mierda, pero a esta altura es lo único que puede enganchar.

—Gracias, gracias de veras, Martínez. Sos un buen tipo.

—Pase.

Bien, se lo creyó. Podría haber sido actor, ja. Bueno, tranqui, derechito al fondo, cargás y listo. Cara de póquer.

—Buen día, muchachos.

—Buenas. Llega temprano.

—Sí, es una excepción. Tengo autorización. Es solo por hoy.

—Dele, arrime la culata, así cargamos.

—Va.

Listo. Ahora, derechito a lo del Páter. Vamos, Diosito, acompa­ñame, por una vez pensá en mí. En los pibes, en la vieja. Si me ayu­dás, te prometo una velita, en la iglesia de Pompeya.

—Hola, hermano.

—Pasá nomás, ¿querés unos mates?

—Si no te jode, prefiero dejarlo para otro día. Tengo que volver a laburar. El camión me lo prestan por un rato nomás.

—Bueno, te ayudo.

—Dale. Gracias de nuevo loco.

—Nobleza obliga.

Listo. Ya está la mercadería a buen resguardo. Nadie se puede imaginar donde está. Ahora, derechito para el punto de encuentro. Espero que estos boludos sean tranquilos. Me duele el estómago. ¡Qué ganas de cagar! Hacía tiempo que no me sentía así. Buen día para volver a fumar.

Vélez Sársfield, falta una cuadra. Un Falcon, Carlitos dijo un Falcon. No veo ningún Falcon. Allá hay un Corsa, ¿serán ellos, que cambiaron de auto? No, es una mina, se le quedó el auto. Puta, justo en este lugar se le vino a quedar. ¿Qué hago, espero? Ya sé, la ayudo a la mina y hago tiempo hasta que lleguen.

—Buen día. ¿La puedo ayudar?

—Gracias. Sí, no arranca, no sé qué le pasó.

—Mire, yo mucho no entiendo, pero, si me deja probar, quizás pueda hacerlo arrancar.

—Bueno, dele. Gracias.

—Me parece que se quedó sin nafta, la aguja no marca nada.

—¡Esa es mi hija! Le dije: “No me dejes el auto con poca nafta”. Siempre me hace lo mismo.

—Y estos boludos que no llegan.

—¿Cómo dijo? No lo escuché.

—No nada, hablo solo. No se preocupe, los problemas vio.

—Sí, los problemas.

—Mire, allá a dos cuadras hay una YPF, si quiere yo me quedo un rato mirando el auto. Vaya a buscar un bidón de nafta.

—No lo quiero demorar.

—No es nada. Igual tengo que acomodar unos papeles, remitos.

—Bueno, gracias. Vengo en seguida.

¿Y si estos tipos no vienen? ¿Qué mierda hago? Ya llevo más de una hora de atraso. ¿Se habrán ido? No pueden ser tan boludos. Si andan en la calle, saben que el tránsito es un quilombo, que me po­día atrasar. A esa camioneta la conozco. ¡Puta, es de la empresa!

—¿Todo bien, Robledo? Como tardabas, el Ruso nos mandó a buscarte. No atendías la radio.

—Me quedé sin batería. Sí, todo bien, le estoy dando una mano a una mina que se quedó sin nafta. Ahí vuelve.

—¡Siempre igual vos! Todo un caballero. ¿Y, te la levantaste? ¿Te dio el teléfono?

—¡Qué pelotudo sos! ¿No se puede ser amable?

—Bueno, vamos para el depósito. El Ruso debe estar que trina.

—Che, no es para tanto. Vayan, yo espero a la mina y voy para allá.

—No, loco, seguinos. El viejo dijo bien claro que te encon­tráramos. Si no vos sabés cómo es, nos recaga a pedos.

—Bueno, vamos.

¡Qué cagada! Y ahora ¿qué mierda hago? Se van a dar cuenta en seguida. Falta la mitad de la merca. ¡Puta madre! Yo sabía que no podía confiar en vos, la velita en el orto te la voy a poner. ¡Turro!

—Hola, ¿Paternóster?

—Sí.

—Habla Ortelli. ¿Todo en orden?

—Sí, ya tengo todo acá.

—Bien, por su amigo no se preocupe. A esta hora debe estar en la empresa tratando de explicar lo que pasó. Los muchachos están yendo a buscar las cosas y le dejamos lo suyo.

—Bueno, nos vemos.

Siempre fuiste un nabo Robledo, siempre. Favor. ¡Minga de favor! Siempre te tuve bronca, pelotudo. Si hubieras visto cómo disfrutaba en la cama, seguro que no me hubieras venido a buscar para que te hiciera el favor. Lo que sí es verdad es que tu jermu era una loca de mierda. Después de todo, te hice un favor. Y enci­ma te hiciste el boludo y ni me ofreciste un mango. ¡Pudrite aden­tro, gil!

(Si te gustó, hay una segunda parte en Ensaimadas con café doble).