Ensaimadas con café doble

Ficción

(Para ser leído luego de Milicos eran los de antes).

Ruta camino a Rosario, diez de la mañana de un día lluvioso, frío, húmedo. Uno de esos días en los que hubiera preferido que­darme en la cama, acurrucado junto a la negra, mezclándome entre sus rulos. Pero bueno, nunca es triste la verdad; lo que no tiene es remedio, y hoy más que nunca siento que es una de esas verdades absolutas. ¿Por qué? Y qué se yo. Lo siento de la misma manera que siento el frío y el motor del auto en la planta del pie derecho, la del acelerador.
Cartel de máxima 80, se viene el peaje de Zárate. Tres con treinta, tengo cincuenta mangos, espero que tengan cambio, no tengo ganas de esperar. Lo que quiero es llegar a San Pedro, al Automóvil Club de Río Tala, a tomarme un feca doble con una en­saimada rellena de crema pastelera. Huuum, se me hace agua la boca. Todavía faltan casi cien kilómetros, poco menos de una hora, espero que queden ensaimadas. Si no hay, le voy a dar a un sacra­mento relleno de crudo y queso, tostado.

—Buen día. ¿Tenés cambio de cincuenta?

—Hola, buen día. No, no tengo. Por favor, espere allá adelante, a un costado de la ruta, junto a la camioneta de Gendarmería. Así le alcanzan el vuelto.

—Gracias, pibe.

Paciencia, mejor estaciono y espero. De paso, bajo y me fumo un pucho, así no dejo olor a cigarro adentro. No sé por qué, pero últimamente me molesta el olor a encierro con pucho apagado, y eso que fumo. ¿Será una señal para que lo deje? Qué sé yo, mejor ahora disfruto el primero del día.

—Buen día, señor.

—Buen día.

¿Qué quiere el milico? Espero que no me rompa las bolas con los papeles, me olvidé el último pago del seguro.

—Disculpe la molestia. ¿Podrá llevar al señor?

—Sí, no hay problema. Voy hasta Rosario, con escala en San Pedro.

—Buen día, maestro. Yo voy hasta Villa Constitución, ahí nomás antes de Rosario.

—Dale, flaco, subí nomás. Me fumo un cigarro, espero el vuelto y salimos.

—Gracias, jefe. Hace rato que espero y hace frío.

—¿Sos policía? Por el uniforme, digo.

—No, poli no. Soy del Servicio Penitenciario Bonaerense.

—Ah, ¿guardiacárcel?

—Sí, en el penal de Campana. Bueno, guardiacárcel suena feo, soy de la División Seguridad.

—Pero ¿cuidás a los presos?

—En realidad, estoy en la entrada a uno de los pabellones, casi no tengo contacto con los internos, salvo cuando entran o salen.

—Su vuelto, señor.

—Gracias, piba, hasta luego.

—Che, ¿y se estudia para ese laburo?

—Hay que tener secundario completo, se hace un curso.

—Y ¿por qué venís armado?

—Por seguridad, señor.

—Disculpame, no sé para qué pregunto tanto. Pasa que no soy muy amigo de las armas, recuerdos de la colimba.

—Está bien, no se preocupe. ¿Me lleva igual?

—Sí, dale, subí, ponete el cinturón.

Ruta nuevamente. A recuperar el tiempo perdido. Ahora que lo llevo al tipo este, le voy a meter pata. No creo que me pare la cana, y de última llevo a un colega.

—Yo paro un ratito en San Pedro, en el ACA, cargo nafta, me tomo un feca y seguimos.

—Bueno, un café me viene bien. Hace dos días que no duermo, estuve de guardia.

—¿Mucho laburo?

—Sí, anoche se nos escaparon dos internos. Casi no me dan el franco. Diga que el jefe me debe algunos favores, por eso me deja­ron salir.

Qué laburo de mierda, y yo que a veces me quejo, siempre hay alguno que está peor.

—¿Y usted viaja por paseo?

—No, viajo por trabajo. Vendo medias, medias de mujer, voy a Rosario a ver algunos clientes.

—¿Viaja siempre?

—A veces. Hoy me tocó a mí, otras viene un compañero, pero hoy no pudo, se casa el hijo. Yo me llamo Carlos, ¿y vos?

—Gómez.

—Un gusto, che. ¿Siempre viajás así?

—Casi. Es que los micros no paran; además, el boleto sale bas­tante caro y el sueldo que tenemos no alcanza. Siempre ando ha­ciendo alguna changa.

Mejor no pregunto qué tipo de changas hace. Este pinta de albañil o remisero no tiene.

—Parece que hubo un accidente. Mirá adelante, hay humo, el tránsito se pone lento.

—Justo le iba a decir que, si quiere, conozco un barcito en donde podemos tomar algo. Yo lo invito. Es saliendo en la próxima, a la derecha, menos de un kilómetro. De paso esperamos un rato a que se descongestione la ruta.

—No sé. Yo quería parar en San Pedro y comer una ensaimada.

—Mire que acá hacen unas tortas fritas de primera, caseritas.

—Bueno, dale. Decime dónde.

—Ahí, antes del puente. Por el camino ese, pasando el galpón.

Espero que esté bueno. La zona no tiene pinta de bares, es puro campo. Y bueno, la ruta está imposible, peor que esperar acá no va a ser. De paso voy al baño, el mate de la mañana me aflojó.

—Siga derecho, allá donde se ven los árboles doblamos a la iz­quierda, ahí está el boliche.

Qué zona de mierda. No me quiero imaginar lo que debe ser el baño.

—¿Ese verde es el bar?

—Al lado, estacione en el portón azul, que hay sombra.

Pinta de tener máquina exprés no tiene. Tomaremos jugo de paraguas nomás. Pobre mi estómago. Y pensar que en casa tomo solo café de Colombia.

—Buenas… ¿Se puede?

—Pasen nomás.

—¿Hay tortas fritas?

—Recién hechas.

—Buen día, señora. ¿Café puede ser?

—Mate cocido, caserito, de yerba.

—Que sean dos y cuatro tortas.

Por lo menos está limpio. Parece que estamos en el medio del Chaco. El perro durmiendo en una silla, el sol entrando a medias entre las cortinas gastadas por los años y la radio de fondo. Toda una postal de época. Se respira paz.

—¡Quedate quieto o te quemo!

—Tranquilo, tranquilo. ¿Querés la guita? Acá, en el bolsillo de la campera.

—Nada de guita. ¿El auto que está afuera es tuyo?

—Sí. Tomá las llaves.

—Nada de llaves, nos llevás vos. Y vos, dame la reglamentaria. Y la otra, también.

—Tomá, acá tenés la dos. Tranquilizate. Ya tenés auto. ¿Por qué no se van tranquilos?

—Ni en pedo, y dejarte acá ¿para qué?, ¿para que llames a tus amigos los soretes? Nos vamos los cuatro juntos.

—Pará, loco. No habíamos arreglado eso. Yo te traía a un gil con auto y listo. Lo demás corría por tu cuenta.

—No discutás. Nos vamos. Vos, dame la campera.

—Y a mí, el pulóver.

—¡Me voy a cagar de frío!

—¿No tenés calefacción en el auto? Prendela y listo, vas a ma­nejar vos. Necesitamos la pilcha para taparnos esta mierda.

—Vamos, que estamos perdiendo tiempo. Cargá unas tortas fri­tas, que estamos cagados de hambre, y pagale a la señora.

—Bueno. Chorros pero honestos.

—¡Qué mierda sabés de nosotros, infeliz! No somos chorros. Si querés contarla, mejor callate.

Y todo por hacerle caso al milico este. La reputa que lo parió. ¿Por qué mierda no me quedé en la ruta? El muy sorete me trajo hasta acá para ayudar a estos dos a fugarse. Fui, soy y seré bolu­do, es mi destino.

—Vamos, subí y manejá.

—¿Para dónde?

—¡Qué mierda te importa! Vos manejá, yo te indico.

—Está bien, tranquilo, manejo.

—En la autopista agarrá a la derecha.

—¿Para Rosario?

—¡A la derecha! Y te aviso algo, acá nadie pregunta nada. ¿Me entendés?

Claro que lo entendí. Entendí lo que me decía y también en­tendí que tenía el dedo en el gatillo de la pistola.

En el asiento trasero se sentaron el milico y el otro prófugo. De copiloto se ubicó el que parecía tener la voz de mando. Y al volan­te, yo, con un cagazo padre.

Manejé camino al norte hasta la altura de Baradero, en el cruce de la ruta cuarenta y uno me hizo doblar a la izquierda, camino a San Andrés de Giles. Si no fuera porque viajaba con dos prófugos y un milico entregador, podría haber disfrutado del pai­saje. Afuera, mucho verde, parecía que el mundo estaba en paz. Adentro, puro nervio, tensión y bastante olor a humano.

—Pegale derecho hasta el cruce de la ruta siete, ahí agarrás a la derecha.

—Ya sé que no querés que te pregunte nada, pero te aviso de que la nafta no va a alcanzar para mucho más.

—¿Cuánto queda?

—Menos de un cuarto de tanque, cien kilómetros más o menos.

—Cuando agarrés la siete, a unos diez kilómetros hay una YPF, ahí cargamos.

—Te aviso de que no tengo mucha guita.

—¿Qué? ¿Salís a la ruta sin plata?

—Iba para Rosario. Ahí me pagaban algunos clientes, con eso volvía.

—¿Tarjeta tenés?

—No, estoy inhabilitado, los bancos no me quieren.

—¡Puta madre! ¿A quién mierda nos trajiste, Gómez?

—¿Y qué querés? Todavía tenés pretensiones, fue el único bolu­do que paró y me levantó.

—¡Flor de sorete sos! Milico y sorete, casi sinónimos. Todavía que te levanté me decís boludo.

—¡Callate, la concha de tu madre! Callate y manejá.

—Che, Robledo, tengo ganas de mear.

—¡Pelotudo! ¡Callate! Ya que estás, por qué no le das mi núme­ro de documento.

—Perdoname, se me escapó.

—Nabo. Sabía que me ibas a traer problemas, decí que la tran­sa con el cobani la tenías vos, si no ni en pedo te traía.

—¡Che, cállense! Si a esta hora hasta la foto de los dos debe de estar en los diarios. Cuando salí de la guardia, ya los habían iden­tificado. A todo esto, gracias por lo de sorete. Yo me bajo en San Antonio de Areco, en el cruce de la ruta ocho, ya cumplí con mi par­te. Decile al Negro que me mande la merca a casa y listo.

—Ta bien, Gómez. Disculpá, lo de sorete no era por vos. No te hagas problemas, el Negro es de palabra. Vos, en el cruce de la ocho te pasás un cacho, unos trescientos metros y parás, así se baja Gómez. No parés justo en el cruce, que seguro está la yuta. Ché, Gómez, ¿tenés algo de guita? Para la nafta.

—Poca, tengo ochenta, te dejo cincuenta mangos.

—Peor es nada.

Cruce de la ruta. La cana estacionada a la derecha. ¿Y si les ha­go luces? ¿Se darán cuenta de que pasa algo? Y bueno, yo me la juego, espero que este tipo no se dé cuenta.

Cuando estaban por llegar al cruce, mientras Carlos se prepa­raba para hacer algunos destellos con las luces altas, sintieron una explosión en la parte posterior del auto. La rueda derecha se deshizo en menos de lo que pudieron darse cuenta. Volantazo, Carlos recuperó el control del auto y lo estacionó en la banquina, a menos de cincuenta metros del cruce, a menos de cincuenta me­tros de la policía.

—¡La concha de su madre! Justo acá se viene a reventar la rueda.

—Tranquilos, muchachos. Dejen que bajo yo, miro la rueda y me acerco a los policías, así les digo que está todo bien y no joden. De mí no van a sospechar, entre uniformados nos entendemos.

—Dale, Gómez, mejor que vayas. ¿Vos tenés rueda de auxilio?

—Sí, en el baúl.

—Bueno, bajate con Gómez y cambiala. Dame las llaves y no te hagas el héroe, a ver si terminás como el sargento Cabral.

—Che, Robledo, me meo.

—Dale, bajate y meá de una vez, ahí a un costado, que no te vean mucho los milicos.

—Ahí vuelve Gómez, pero no viene solo, lo acompaña uno de los policías. ¿Qué mierda le habrá dicho este boludo? Mejor me ba­jo, si me quedo acá, va a ser peor—. Robledo se dio cuenta que al­go iba a pasar. En el patrullero había quedado el otro policía—. Más vale que no jodan, no quiero cargar con un par de fiambres.

—Muchachos, el sargento quiere ver si todo está en orden. Es por lo de los prófugos de Campana, ya le conté que sabíamos, que yo había estado allí.

—Buen día, maestro, revise. Mientras, cambiamos la rueda.

—Buenas. Diga que están con el oficial, porque según las des­cripciones usted se parece bastante a uno de los que buscamos.

—No es la primera vez que me confunden con otro, sÍ la pri­mera que ese otro es un delincuente. Es que me parezco a un ex jugador de fútbol, de Racing, un tal Cortina, así se llamaba.

—Ustedes son cuatro, eso me dijo el oficial Gómez. ¿Y el cuar­to, donde está?

—Meando, ahí atrás del cartel. Ahí viene.

Cuando lo ve venir, el policía también lo reconoce como a uno de los prófugos. Rubio, de rulos, delgado, alto, renguea de la pier­na derecha. Las coincidencias son muchas. Ahora se da cuenta de que el otro, el que se parece a un futbolista, tiene una cicatriz en el brazo izquierdo. Despacio, acerca la mano derecha a la cartu­chera, donde lleva la reglamentaria. Cuando está desabrochando la tira que la cierra, siente el clic característico de la carga de la co­rredera de una semiautomática. Ya es tarde, Robledo lo tiene en la mira, a escasos cinco metros de distancia.

—Quedate mosca, dejá la máquina en el piso y pateala despacio para acá.

—Ni en pedo —fue la respuesta, mientras empezaba a tirar. El primero pasó casi rozando el brazo de Robledo, el segundo dio de lleno en la cabeza de su compañero el meón, el tercero lo bajó a Gómez: con tres tiros dos cadáveres. No llegó a disparar el cuarto. Robledo fue muy preciso: el primero en la cabeza y el segundo en el pecho; el policía cayó redondo al piso. De reojo miró al cruce, el otro policía estaba dentro del coche, pidiendo refuerzos, pensó. Quedaban él y el dueño del auto, Carlos, quien estaba blanco como una hoja de papel.

—¡Dale, vamos, subite al auto! ¡Dame las llaves, manejo yo!

—Pero la rueda, ya casi termino.

—Apurate, ajustala, que tenemos que rajar.

Mientras se apuraba, Carlos pensaba ¿por qué “tenemos” Tendrás. Yo no tengo ningún apuro. Voy a hacer tiempo, a ver si lle­gan más canas.

—Dale, boludo, metele. ¿No te das cuenta de que si vienen refuerzos no van a saber que vos sos de los buenos? Te van a cagar a ti­ros igual que a mí.

No me quedó otra opción. El animal este casi no me deja cerrar la puerta del auto, salió arando tierra de la banquina, cruzó la ruta ocho sin dudar ni un segundo. Un camión que venía camino a Buenos Aires tuvo que frenar, o tratar de frenar, mejor dicho, para no pasarnos por encima. Así estaban las cosas, ahora éramos pró­fugos, con tres muertos a cuestas, dos de ellos milicos. En rea­lidad, él ya era prófugo, solo que ahora sumaba un asesinato, y otros dos fiambres, a su prontuario, el cual yo desconocía.

Pensar que me podría haber quedado durmiendo. Ayer, cuando en la fábrica me preguntaron si podía ir a Rosario a visitar a los clientes de López, estuve a punto de negarme y de inventar alguna excusa, pero no me animé a decir que no. Es la historia de mi vida, siempre tuve el sí fácil.

—El destino quiso que fuésemos compañeros de ruta. ¿Cómo te llamás, flaco?

—Carlos.

—Robledo, Pablo Robledo.

—Mouras, Carlos Mouras.

—Un gusto, che.

—No sé si decir lo mismo.

—¿El auto es tuyo o del laburo?

—De la empresa.

—Bueno, entonces no hay drama, le vamos a dar duro. Tengo que llegar a Junín, para allá vamos. No soy de Junín, yo vivía en Pompeya, en Capital, con mi vieja. Voy a Junín porque allí vive el hijo de puta que me hizo la cama. ¿No vas a preguntar nada?

—Disculpame, pero cuando te subiste al auto, allá en el boli­che, me dijiste que nada de preguntas.

—Está bien, obediente. Pero ahora las cosas cambiaron. Mirá, yo no soy ningún hijo de puta. Caí en cana por culpa del que voy a buscar a Junín.

—¿Y el cana de hace un rato?

—Me hiciste recordar a una película, Daños Colaterales se lla­maba. Los hijos de puta, para llevar a cabo los planes de gobierno, hacían mierda gente y los llamaban “daños colaterales”. Películas, ¡qué bosta!, yo con ese cana voy a soñar todas las no­ches. Desde la colimba no usaba un arma.

—¿Y por qué tiraste?

—¿Vos estabas allí, no?

—Sí, estaba, cagado hasta las patas estaba.

—Era él o yo, flaco. O lo bajaba o me reventaba a mí. Supervi­vencia que le dicen.

—¿La cárcel te cambia?

—¿Que si te cambia? No, solamente te muestra lo peor de nuestra especie, incluido lo peor que llevás adentro tuyo. Estamos llenos de mierda, flaco. Y eso se nota allá adentro, sale bien a flote, como flotan los soretes en una cloaca. Eso es la cárcel, una gran cloaca, y nuestra mierda flota allí, junto a la de los otros que están en la misma.

—Bueno, y entonces ¿cómo llegaste a la cloaca?

—Por boludo, por confiar, por creer en un amigo. ¡Ja, qué amigo! Yo andaba como siempre, como toda la vida, laburando con un camión, y la guita que no alcanzaba. Hasta que vino el hijo de puta este, Ortelli se llama, y me ofreció un negocio fácil. La cosa era así: yo me dejaba afanar el camión y me pagaban cincuenta lucas. Era un playo con un contenedor de importación, electrónica. La cosa es que me entusiamé y, ya que me iban a afanar, dejé algunas cajas en lo de un amigo. Bueno, estos dos estaban de acuerdo, Ortelli y mi “amigo”, Paternóster se llama, nunca me afa­naron el camión. Llegué al lugar en donde, supuestamente, iba a suceder y nada. Lo demás es historia: llegaron de la empresa, lue­go la yuta y por un tongo del dueño de la empresa terminé en la cárcel de Campana. Ocho años me dieron. Eso fue hace dos, ya no aguantaba más, por eso me rajé (Ver “Milicos eran los de antes”)

—¿Fue fácil rajarse?

—Cinco lucas, en efectivo.

—¡Qué hijos de puta! ¿En este país todo se puede comprar?

—Sabelo, es así, todo.

—¿Y ahora? ¿Qué destino le espera a Ortelli, al garca?

—La verdad es que no sé. Mi interior pide venganza; mi ética, olvido. Me quedan unos doscientos kilómetros para decidir.

—Una vez un viejo me dijo una frase: “Mirá, pibe, cuando dudes es mejor no hacer nada”. ¿Y si te olvidás del asunto?

—No sé, ese turro me cagó la vida. Primero me vino a buscar, yo dudaba, y me convenció; y todo para cagarme. Me di cuenta de que es un sorete, me tenía bronca.

Cuando se dieron cuenta estaban llegando a la ruta siete, faltaba poco más de un kilómetro. Allá al fondo, donde debía ser el cruce de rutas, se veían luces azules, sirenas de patrulleros; la po­licía los esperaba.

—Viejo, allá está la cana. ¿Y ahora qué hacemos? Por ahí segu­ro que no pasamos.

Mientras Carlos terminaba la frase, Robledo ya estaba doblan­do a la derecha, con un volantazo brusco, y tomando por un cami­no de tierra que salía de la ruta, aminorando bastante la velocidad.

—¿Sabés dónde lleva este camino?

—Creo que sale más adelante a otro, paralelo a la ruta. En mis tiempos de camionero me habían dicho que se podía usar como atajo para esquivar a la Caminera, pasa por adentro de un campo. Aminoré bastante para no levantar mucha tierra, así no nos ven.

El camino se internaba un par de kilómetros a pleno campo. Al­rededor, mucha soja, alguna vaca y pocos árboles. Al dar la vuelta siguiendo el camino, tras un galpón se veía una camioneta: una vieja Estanciera bastante entera. Los compañeros de viaje cruza­ron una rápida mirada.

Robledo se dirigió al galpón, estacionando frente a la puerta, y le dijo a Carlos, ya en tono cordial, casi cómplice, dejando de lado las órdenes de la mañana cuando recién se conocieran:

—Ché, fijate si está abierto.

El vendedor de medias bajó rápidamente del auto y comprobó que el portón del galpón estaba sin llave. Abrió una de las hojas, lo cual fue suficiente para que el convicto entrara en el auto.

—¿Tenés que llevarte algo? El auto se queda acá.

—Sí, dejame sacar el bolso con mis cosas.

—Dale. Mientras pongo en marcha la Estanciera.

Robledo tardó menos de un minuto en arrancar la camioneta. Mientras calentaba el motor, vio a Carlos acercarse, llevaba un pe­queño bolso y algunas ropas sobre el hombro.

—Mirá lo que encontré. Ropa de trabajo, alpargatas y hasta dos boinas.

—Dale, cambiémonos.

Mientras se cambiaba, Carlos se veía a sí mismo partícipe de una historia que esa mañana, al salir de casa, no hubiera podido imaginar. Muchas veces había fantaseado, al salir a la ruta, con aventuras, pero nunca como esta, como mucho con alguna compa­ñera de viaje ocasional.

Robledo se acomodó la faja vasca que encontró entre las ropas, poniendo bajo ella, en la espalda, las dos pistolas que le había en­tregado Gómez.

—Por las dudas —dijo, casi murmurando.

Carlos entendió que su vida había cambiado, que lo que estaba pasando ya no era una simple aventura: ahora era también su rea­lidad. El auto ya estaría reportado por el policía que se había que­dado en el cruce de la ruta ocho. A esta altura ya sabrían que era propiedad de Medias Maidana S. A. y que él lo manejaba.

Subieron a la camioneta, Robledo al volante. Después de todo era camionero de profesión, así que quién mejor que él para mane­jar a la vieja Estanciera, pensó Carlos.

Siguieron por el camino de tierra un par de kilómetros, hasta el cruce de la ruta siete. Cuando llegaron, comprobaron que no había policías a la vista, doblaron a la derecha, camino a Junín, camino al destino de Ortelli.

—Tenemos suerte —dijo Robledo.

—¿Por?

—Es a gas, tiene el tanque lleno. Tenemos para unos doscientos kilómetros, de sobra para llegar a Junín.

—¿Seguís pensando en Ortelli?

Robledo permaneció callado. Un silencio que fue más que una afirmación.

Casi cien kilómetros sin hablar: Robledo, concentrado en el ca­mino, y Carlos, enfrascado en sus pensamientos. “Junín 30 km”, re­cordaba un cartel. Se estaban acercando.

—Voy a parar en la Shell que está en la entrada de Junín a comprar cigarrillos. Tengo los cincuenta mangos que me dejó Gó­mez. ¿Vos tenés algo de guita?

—Algo, poco, unos 80, ¿por?

Otra vez el silencio.

Cuando llegaron al cruce del camino en la entrada a Junín, se detuvo en la estación de servicios, como había anunciado.

—Bajá vos, por las dudas. Traeme un Camel y un encendedor; tomá la guita.

—Dale, aprovecho y voy al baño.

Cuando Carlos entró al baño, se dio cuenta de que era un buen momento para escaparse, quizás ir a la policía y contarles todo. Después de todo, él era inocente, un rehén del convicto.

También se dio cuenta de que no podía hacerle eso a Robledo. El hombre estaba buscando al tipo que le había cagado la vida. Mejor compraba los cigarrillos y volvía a la camioneta.

—Buen día. Un Camel corto y un encendedor. ¿Cuánto es?

—Cuatro pesos, señor.

—Tomá, cobrate.

Se sentía raro, vestido con ropa que no era de él, en medio de la ruta, con un atado de cigarrillos en la mano. Raro pero bien, hasta relajado. Sin dudas, un día distinto.

Cuando se dirigió a la zona del estacionamiento, no vió la ca­mioneta, no estaba. Se acercó al empleado que barría monótona­mente y le preguntó.

—Disculpá, pibe, ¿la Estanciera que estaba estacionada ahí?

—Se fue, señor.

—¿Se fue? ¿Hacia dónde?

—No sé, salió a la ruta.

—¿Iba para la ciudad, para Junín?

—No, al centro no, salió por la ruta siete, para el oeste. Lo escuché hablar solo, dijo que era un día hermoso para manejar y que le quedaba un largo viaje.

—¡Te salvaste, Ortelli!

—Perdón, señor, ¿me dijo algo?

—Sí, ¿dónde paran los micros? Los que van a Buenos Aires.