Hacía ya unos cuantos años que no pisaba una imprenta. Y, digo imprenta para referirme a esos espacios donde habitan artesanos que convierten hojas de papel, tarros de tinta y letras de plomo en piezas únicas. El resultado de su trabajo no solo se puede leer, también se puede palpar gracias al sutil relieve de los caracteres impresos y hasta oler, porque esa tinta es un elixir exquisito que nos puede llegar a conmover los sentidos. Tal es así que hasta nuestro cerebro, máquina pensante, se convierte en sintiente, en un movimiento interior que busca reemplazar la poética atribuida a la bomba vital, a sus sístoles y a sus diástoles.
Hoy, en este siglo turbulento y frenético, existen tambien otras casas impresoras, ellas son un fiel signo de estos tiempos. En estos espacios prima la producción industrial acelerada, allí se convierten archivos digitales en retazos de mercado, allí no hay lugar para sentir, son tan solo negocios, empresas que se dedican a la comercialización de papel impreso. Como tal, carecen del espíritu original, ese que nos toca fibras interiores.
A las casas impresoras tipográficas --esas que menciono al inicio-- se le suman hoy las que se dedican a la impresión serigráfica artesanal. Seda tramada expuesta a la luz, maniguetas que acarician la sustancia impresora y el aire que, con su lento vibrar, fija imágenes y caracteres proyectándolos a la posteridad.
Todo esto se respira en ese espacio donde habitan máquinas casi centenarias que conviven con tarros de tinta, retazos de papel, paredes decoradas con afiches impresos en el lugar y sonrisas que iluminan los rostros de esos artesanos capaces de mantener viva la llama del oficio gráfico.
Hoy visité Imprenta Cumbre, allá cerca de la esquina en que Manzi nos guiaba hacia el sur, pleno barrio cuervo en el que abundan los bares y que todavía se respiran buenos aires.
Estos amantes del arte adjetivado gráfico tuvieron una hermosa idea que contrasta y completa a otro producto signo de estos tiempos. Me refiero al conocido héroe colectivo que brilla en las pantallas de moda y que recuerda al otro héroe, a ese hombre que siendo escritor decidió luchar por un mundo mejor y combatir al enemigo de frente, sin sutilezas.
El resultado de esa idea quedó plasmado en hojas de unos tres mil quinientos centímetros cuadrados (léase 50 x 70 en jerga del oficio imprenteril), inmortalizadas a dos tintas mate y como no podía ser de otro modo en negro y rojo, colores éstos propios de la resistencia más profunda que gritan a los cuatro vientos un gran "¿DONDE ESTA OESTERHELD?".
Quienes estamos de este lado, seguimos esperando una respuesta.