―¿Qué le pasa a la tía?
―¿A cuál, Caro?
―A Melina. No para de reirse.
Tania, mientras observaba la actitud desenfadada de la esposa del difunto, y escuchaba la pregunta de su hermana, pensaba en las próximas vacaciones, en el Caribe soñado que finalmente visitará junto a su compañera de emociones. Muy lejos de ese ambiente cargado de dolor, muerte y, desde hacía un rato, risas que elevaban el tono y se contradecían con el dolor propio de una viudez repentina, ella se dejaba abrasar por el sol de julio sobre la arena.
―¿Me escuchás?
―Sí. Por supuesto que te escucho, Caro. Estoy acá, al lado tuyo.
―Que estés acá no quiere decir que me escuches.
Caro solía lanzar este tipo de reproches a su hermana, también era ella la que ponía en duda las acciones de quienes la rodeaban. En cambio, Tania siempre estaba dispuesta a aceptar a las personas tal como se mostraban.
―Si tanto te interesa lo que le pasa por la cabeza a la tía, ¿por qué no se lo preguntás?
―Claro, ahora voy, la agarro del brazo, y con una sonrisa le digo: “Tía, contanos a todos el motivo de tu felicidad”.
―Tranquila, hermanita. Sabés que Melina siempre fue así. Acordate las veces que nos llevaba a la plaza, cuando éramos unas peques malcriadas. Siempre estaba tratando de alegrar a quienes la rodeaban, a los chicos que jugaban con nosotras y a las madres que los cuidaban.
―Sí, me acuerdo; pero resulta que hoy que es el velorio de su marido. Se murió el tío Víctor, Tania. Y encima se murió atragantado con un carozo de ciruela. ¿No te parece trágico?
―Y… La verdad, no. La gente se muere, Caro. Todos vamos a morir.
Mientras decía esto, la expresión de Tania comenzaba a exhibir una sonrisa incipiente, mitad reflejo de los genes familiares y mitad del sol caribeño que le doraba la piel.