Sobre la muerte

Ficción

La primera vez que vi a un muerto, en realidad una muerta, fue a mi abuela. Yo tenía ocho años. Para esa épo­ca, en mi casa, éramos cuatro personas: mi madre, mi pa­dre, mi abuela paterna y yo. Mi abuela había sufrido de una trombosis que le impedía una correcta irrigación del cere­bro, esto la había ter­minado de con­vertir en una persona di­fícil de tratar y con escasa motricidad. Qui­zás su muerte fue la consecuencia final de una vida amargada, o por lo menos eso reflejaba. Nunca la vi sonreír, mis recuerdos son oscuros, fríos y dis­tantes. A su esposo, mi abuelo paterno, no lo co­nocí, pero tal vez él haya tenido algo que ver con su forma de ser. Correte de adelante del televisor. Prendé el ventilador. Subí el volumen. No corras. No grites. ¿Fuiste a la escuela? ¿Hiciste los debe­res? Lavate las manos. Dejá eso ahí. Ssshhhh, dejame escuchar. Nunca un te quiero, ja­más como es­tás, menos un vení sentate en upa. ¿Para qué? Creo que la abuela no era capaz de pensar es­tas co­sas, sólo era capaz de querer que la vida girara en torno suyo.

Un tiempo después del ataque de pre­sión la internaron en un ge­riátrico, un lugar gris y triste ubicado en un primer piso de una avenida, donde una mañana aban­donaría este mundo. Llegué a pensar que ese lugar era así de triste porque mi abuela se había mu­dado allí, que antes de eso los otros habi­tantes de esa casa vivían sonrientes y que con la llegada de ella los grises habían invadido la es­cena. Grises, como los de la escuela, o los que después vol­vería a ver en algún hospital y en la cárcel. Cuando mi mamá me dijo que la abuela se iba al reino de los cielos, le pregunte si a ese lugar iba la gente buena; ella no me contest­ó. Ni el día de su muerte, ni los si­guientes, lloré. Quise hacerlo para que papá me viera y pensara que estaba triste, pero no pude. Me molestaba que se hubiese muerto, pero era una molestia extraña, más cer­cana al fas­tidio porque ya no iría a visitarla a ese lugar que, aunque gris y triste, sería mejor que lo que me espera­ba en el fu­turo cercano ya que tendríamos que sumar una parada más en la habitual, te­diosa y re­pugnante re­corrida por el cementerio. Me moles­taba ir pero debía hacerlo, nadie me preguntaba si quería acompañar a mis pa­dres, pasar por donde estaban sus tíos, sus abuelos, mi abuelo y ahora mi abue­la, o mejor dicho los despojos óseos de cada uno de estas personas que algu­na vez sonrieron, dis­frutaron y hasta quizás amaron. Lo que me daba náuseas era recorrer los pasi­llos con sus gale­rías y nichos revestidos en mármol, pequeños espacios in­crustados en la pared, a los que se llegaba me­diante el uso de unas escaleras altísimas, y que servían como de­pósitos en donde dejar eso que ya no tenía ninguna utilidad. Vení para acá, tenés que respetar a los muertos, no corras, en nom­bre del padre, del hijo y del espíritu santo, amén. Nunca en­tendí el por qué de este rito, si en mi casa no se profe­saba ningún culto reli­gioso. Así, hacé la señal de la cruz. Alcanzam­e las flores, son para la tía; ella las prefería blancas, seguro que le gustan así. Limpiate las manos que tocas­te el piso. Palabras, oraciones, frases, rezos, plegarias, retos; siempre en voz baja, una tras la otra, todas juntas, de corrido, mientras caminábamos por los pasillos buscando a las tías, tíos, abuelas y abuelos. A menu­do algún nicho se rompía y de él emanaban los olores de los restos humanos que con­tenía, era re­pugnante sentirlo mezclado con el ambiente denso de flores en des­composición. Y sin embargo íbamos, comprá­bamos flores en los puestos de la calle, hacíamos esa reco­rrida y la se­ñal de la cruz. A mi no me dejaban su­bir a la es­calera, que habría sido lo más diver­tido de ese lu­gar: tenían miedo de que me caiga. Miedo, como todos los miedos in­culcados en los primeros años de vida, esos mie­dos que du­ran años y tardan en irse.

Nuestro destino está signado, no lo elegimos: primero una parcela a dos metros de profundi­dad para que a los cinco o diez años sa­quen los restos, alguien los tenga que recono­cer y darle una propina al em­pleado del cementerio para que limpie bien los huesos y, una vez prolijitos –como si nada hubiera pasado, como si nunca hubieran estado cubiertos de tendo­nes, músculos, venas y car­ne– terminen en uno de esos ni­chos, en un estante, en alguna de esas paredes que a veces huelen tan mal. Mamá, yo no quiero oler así; si me muero antes que vos, no me traigas a este lugar, de acá no se sale nunca más.

Como les dije an­tes, mi abuela fue el pri­mer ca­dáver que vi. Tenía la piel tensa, brillante, de co­lor pálido, casi mar­mórea, la habían peinado y arre­glado para la oca­sión, como si estuviera invi­tada a un bautismo, y por prime­ra vez irradiaba algo de paz. Tal vez así estaba mejor. No me impre­sionó verla, me produ­jo curiosidad. Cuando nadie me observaba toqué sus manos, estaban frías y rígidas. Me hacía recor­dar a una vecina del departamento de al lado del mío, la siempre pálida; solo que la vecina era así en vida y mi abuela ya no respiraba. Ese día comprendí que uno no elige hacia donde va, llegado el momento te lle­van y te de­jan ahí, solo, para toda la eternidad.