Mientras sonaba la sirena, y la ambulancia estacionaba muy cerca del joven herido, el médico se descolgaba del vehículo aún en marcha. El llamado había sido muy descriptivo: sangre en exceso, un joven skater atrapado bajo las ruedas de una cuatro por cuatro.
Hilda llegó apenas después que la ambulancia. Fue testigo de la impotencia que expresaba la cara del médico al no poder detener la hemorragia. La esquina se teñía de rojo, para la abuela la vida lo hacía de negro.
Hacía apenas unos años —cuatro, tal vez cinco— solían caminar juntos cerca del lago cercano, bordeando el rosedal. A Martincito le gustaba hacer equilibrio sobre los troncos, los asientos y, más adelante, sobre las barandas. Para sus doce años la abuela le regaló la primera patineta, una con muchos colores. Ese fue el comienzo de su pasión por desplazarse sobre ruedas desde y hacia todos los lugares posibles; también fue el motivo de que, ese sábado fatal, Martín se anotara en el torneo de skate.
Hilda le había prometido estar presente. Él estaba muy entusiasmado, deseaba que la abu viera sus avances sobre la tabla. Pero el destino era otro: una reunión de última hora con un cliente que había sido encarcelado, Hilda tenía que acompañarlo ya que era su abogada defensora. Por eso llegó tarde, por demás de tarde.
Mañana, lunes, habría sido un día de festejo. Martín cumpliría dieciséis y su abuela sesenta. Hasta en eso coincidían, ambos piscianos, ambos soñadores, ambos sensibles. Pero el festejo no sería posible. El asfalto rojo, y el día negro, se llevaron esa posibilidad de futuro. Quedaron los recuerdos felices, también quedó el presente siniestro que pronto, muy pronto, pasaría también a ser pasado.