—Hay algo que no entiendo.
—¿Dijo algo, Ramírez?
—Sí, disculpe, señora, pensaba en voz alta.
—¿Lo quiere compartir con los demás?
—La escuchaba y mientras pensaba en la privacidad de esos supuestos dos millones de “amigos”, como los llama. ¿No estaríamos invadiéndolos con una campaña en esa red social.
—Ramírez… Ramírez… ¿Acaso vive en otro mundo? Cuando usted mismo armó su perfil en la red, autorizó el uso de sus datos. ¿Acaso me va a decir que no lo sabe?
—Yo no autoricé nada.
—Lo hizo al hacer clic en “aceptar las condiciones”.
—Yo no hice clic en ningún lado.
—Claro, el señor tiene su perfil en esa red sin haber aceptado las condiciones.
—Es que yo no tengo ningún perfil, salvo el de mi propia cara.
—Pero, cómo, ¿no tiene una página con fotos, amigos y comentarios en el muro?
—Mire, señora, con el mayor de mis respetos, mis fotos están en álbumes en mi casa y en los cuadritos de la pared; mis amigos, cada uno en su casa, nos juntamos los viernes en el bar; y en el muro, que da al jardín de mi casa, tengo una enredadera que este año creció bastante.
—Entiendo, es un rebelde antisistema. Entonces le pregunto, ¿cuál es el motivo por el que trabaja en esta empresa? —Para que los usuarios de nuestros productos puedan vivir una experiencia feliz.
—¿Usted cree en eso realmente?
—Lo dice en nuestra visión como empresa.
—A sí, la misión y la visión, claro. Un idealista.
—Sinceramente, creo que los ideales sirven solamente si se los puede llevar al mundo de los hechos.
—¡Perfecto! Es lo que necesitamos. Un idealista puro, comprometido con sus principios.
—No entiendo, señora.
—Lo acabo de nombrar responsable de nuestra campaña en las redes sociales.
—¿Es una broma, señora?
—¿Broma? No hablaba tan en serio desde el día que le dije a mi exmarido que se fuera de casa. Usted está a cargo. Elija dos colaboradores, alguien de marketing y otro de relaciones públicas.
—Pero, señora, yo soy técnico. Trabajo en desarrollo y mejoramiento industrial. No soy bueno en los aspectos sociales.
—¡Mejor! Quiero alguien convencido de lo que quiere y que esté acostumbrado a trabajar de manera metódica.
—¿Me puedo negar?
—No le conviene. Por si no lo sabe, la empresa está cambiando su modelo de negocios: nos estamos alejando del desarrollo industrial para fortalecernos en aspectos comerciales y de servicios al consumidor. Véalo como una oportunidad y un desafío.
—A mi edad, los cambios cuestan, señora.
—Claro, lo sé. Por eso sugiero que elija colaboradores jóvenes.
—En resumen, ¿qué tengo que hacer?
—Primero, lo primero: hágase un perfil en la red social, junte algunos amigos, suba fotos actuales y algunas de su juventud y empiece a participar en forma activa. Opine, hágase seguidor de algunas causas de bien social. Una vez que esté en la red, tendrá que construir un perfil de la empresa, eso lo iremos viendo. En un rato le paso un brief por correo electrónico.
—¿Algo más?
—Sí, ya que es virgen en este asunto, aproveche y construya un perfil acorde a las circunstancias pensando en el objetivo que tenemos como empresa, ya que usted será la cara visible, figurará como creador de la página institucional en la red.
—Gracias, señora.
—¿Por qué gracias?
—Por permitirme ser como soy y mostrarme sincero y para nada especulador.
—Ya veo. Idealista y cínico. Me gusta.
Bueno, Ramírez, estás en el horno. Si querés conservar el trabajo, más vale que esto te salga bien. Y si sale mal, un taxi puede ser la solución; por qué no: trabajar por cuenta propia, recorrer la ciudad, conocer gente.
—Buenas…
—Buen día, Ramírez. ¿Qué necesita?
—Mira, piba, me tengo que hacer cargo de un nuevo proyecto y necesito buscar dos colaboradores.
—Bien. ¿Prefiere que ya sean empleados de la empresa, o buscamos en forma externa?
—No, querida, no gastemos dinero extra si no hace falta. Busquemos entre lo que hay adentro.
—¿Que no gastemos? Disculpe, yo no pensaba poner plata de mi bolsillo, ¿y usted Ramírez?
—No importa, pensamos distinto. Decime, necesito dos personas jóvenes, una de marketing y otra de relaciones públicas.
—¿Quiere que estén trabajando en esa áreas?
—No. Con que hayan estudiado algo de eso me alcanza.
—A ver, espéreme un poquito, que busco en la base de datos.
—¿Querés que vuelva más tarde?
—No hace falta, está todo en línea. Tenemos cuatro empleados que estudiaron marketing y dos de relaciones públicas.
—Necesito entrevistarlos.
—¿No prefiere saber algo más de cada uno?
—¿Algo más? ¿Qué datos hay en la base esa?
—Lo que quiera. Estudios, gustos personales, enfermedades, datos de familiares, amigos, preferencias musicales, qué leen, películas favoritas, afinidades religiosas y políticas, lugares en que vacacionan, marca del auto…
—¿Y de dónde salen esos datos? ¿No es ilegal?
—No sé. Lo que sé es lo que tenemos. Algunos datos se piden en el formulario preocupacional, otros los aportan el servicio de medicina laboral, los demás salen de un rastreo en la redes sociales, en los blogs y en los foros de discusión de distintas webs. Cuando entra un empleado nuevo, hacemos una búsqueda en la web y suscribimos el nombre y apellido al servicio de información de los principales buscadores. Con eso, cada vez que esa persona publica algo con su nombre y apellido, o con algún seudónimo que hayamos registrado, ese servicio nos envía un correo electrónico con el enlace a la publicación.
—¡Pero eso es invadir la privacidad!
—Ramírez, ¿de qué privacidad está hablando? La mayoría de esos datos están disponibles para quien quiera encontrarlos. Entonces ¿qué datos quiere saber?
—¿Qué hay en esa base sobre Pablo Ramírez?
—En realidad, no puedo darle esa información.
—¿Cómo que no podés? Me estás ofreciendo datos de quien quiera y no me podés dar los míos.
—Política de la empresa. Los datos se pueden usar solamente para fines relacionados con actividades internas, no para fines personales.
—Pero tengo el derecho a saber lo que tiene sobre mí.
—Para eso necesito la aprobación de la gerencia.
—O sea, que los gerentes sí tienen acceso.
—Por supuesto.
—¡Viva la democracia!
—Ya me habían comentado sobre sus ideas.
—¿Ah, sí? ¿Quién? Bueno, no importa. Ya sé la respuesta: “No se lo puedo decir Ramírez”. Dame los nombres de las personas que califican para mi pedido y decime en qué sección trabajan. Yo me arreglo.
—Bueno, le envío los datos por mail.
—¿Para qué? Decime que anoto.
—No, Ramírez. El protocolo indica que todos los pedidos de datos deben salir por mail, con copia a la gerencia.
—Bueno, como vos digas. Dale, piba, mandalos.
Nombre y apellido, fácil, Pablo Ramírez. Fecha de nacimiento, 1 de enero de 1960. Estado civil, ya empiezan las preguntas privadas. A ver las opciones. Ja, ésta, “en una relación complicada”, con “Pablo Ramírez”. Me parece que me voy a divertir con esto. Creencias religiosas, “budismo”; afinidades políticas, “socialismo”; frase favorita, “hasta la victoria siempre”. Aceptar. Ahora, a subir algunas fotos. Voy a poner las de cuando cursaba Bellas Artes.
Ramírez busca en el tercer cajón de su escritorio mientras se sirve otro mate. El gato negro, que por cierto es bastante obeso —“debería ponerlo a dieta”, dice Ramírez bastante seguido— ronronea sobre la mecedora.
Acá están. En esta época tenía el pelo largo. Tenía veinticinco años cuando dejé Bellas Artes y entré a Ingeniería. Mi viejo insistía diciendo que con el arte me iba a morir de hambre. ¡Cómo si con la ingeniería me hubiero ido tan bien! En esa época me hubiera negado a esta obligación que me impusieron en la empresa. Bueno, es otra época, ya casi no tengo pelo. Mejor sigo con esto.
Mientras Ramírez se sumergía en los recuerdos, el escáner barría una por una las fotos, muchas en blanco y negro, como si fuera devorando los años vividos.
Si publico esta foto, me echan. ¿Me echan? No sé, no estoy tan seguro. Después de todo, la señora me dijo que le gustaba que yo fuera idealista y cínico. Ma, sí, yo la publico y en el epígrafe pongo “con los camaradas de la segunda sección, Bellas Artes, La Habana, 1979”. Y que se vea bien clarita la cara del comandante Castro. A ver qué dicen.
¿Estarán los chicos de esa época en esta red? Bueno, chicos ya no deben ser… “Perfil creado. ¿Desea actualizar su imagen de perfil?”. ¿Actualizar qué? Si todavía no hay nada. Bueno, “Aceptar”. Acá debo tener que poner mi cara, voy a poner esta en la que no estoy tan pelado. La puta, cómo pasan los años. Hace diez tenía algunas canas, hace quince tenía todo el pelo y estaba largo. Me parece que voy a dejar que crezca de nuevo. Sí, me gusta, jovato, medio pelado arriba pero con el pelo largo atrás, socialista —ni trotskista, ni leninista, socialista a secas— como siempre, cínico e idealista, como me dijeron, y con perfil en la red. Quizás hasta consiga novia y todo.
Bueno, las fotos ya están. ¿Y ahora? Voy a buscar gente conocida. Primero, los de la época de la militancia. “Susana Marecchio”, buscar, “hay diez personas con Susana Marecchio”. La Negra Susy, ¿qué será de ella? A ver esta, se parece. Susana Marecchio, Bahía Blanca, Argentina, intereses: agricultura orgánica, jazz, yoga. Podría ser, la foto es muy chiquita, yo la invito. Listo. “Invitar amigo”. “Aaron Duskavsky”, el rusito, ¿estará? “Buscar”… “No hay resultados”… ¿tendrá algún apodo? Pruebo con Ary, como le decía la madre. “Ary Duskavsky”, “Buscar”… “Hay una concidencia”, un pelado de lentes, no se parece mucho, pero dale, lo invito igual.
“Partido Socialista”, “Buscar”… Trescientas dos coincidencias. “Carlos Garré”… Cinco coincidencias. “Alina Suárez”, tres. “Pedro Santillán”, once. “Javier Echeguren”, nada. Ja, ja, me acordé del apodo, “Javier E-Che”, “Una coincidencia”. ¡Mierda, están casi todos! “Ary Duskavsky ha aceptado tu solicitud de amistad”. ¡El primero! ¿Y yo dónde estaba? Esto es una basura, pero me gusta.
A las cinco de la madrugada, Pablo se dio cuenta de que llevaba seis horas conectado en esa red, sumaba cincuenta y tres amigos, estaba registrado como seguidor de dieciocho agrupaciones sociales y políticas —casi todas de izquierda—, había sido aceptado en catorce grupos y tenía confirmada la asistencia a seis eventos, los cuales ya ni recordaba de qué se trataban y menos cuándo y dónde eran.
Mejor me pego una ducha y desayuno, así llego temprano a la oficina.
—Buen día, Ramírez, ¿cómo va con lo que le encargué?
—Buen día, señora. Bien. Trato de entender.
—¿De entender qué, Ramírez?
—Hace tiempo que me di cuenta de que los humanos, las personas, muchas veces hacemos lo que hacemos sin saber con certeza por qué lo hacemos.
—Mire, Ramírez, no estoy para filosofía. Le pido, en realidad le reitero, que se concentre en el objetivo de esta campaña. Presénteme una propuesta sobre la estrategia que vamos a implementar en la red social. La necesito para el viernes antes del mediodía. A la tarde tengo una reunión con el director para ver este tema.
—Pero, señora, hoy es miércoles, es muy poco tiempo.
—“Time is money”,Ramírez. Y por si no lo sabe, no nos sobra ni time, ni money. Viernes a las doce, último plazo. Por escrito, en un archivo que sirva para proyectar en la sala de reuniones.
Mientras caminaba hacia el baño, Ramírez pensaba en qué iba a preparar para el viernes. Estaba casi en cero, solamente había armado su perfil en la red. Si bien es cierto que se había enganchado toda la noche, sentía que eso no era para él. Pensaba que ese era un espacio hueco, hipócrita, exhibicionista. Si a eso le sumaba el hecho de tener que ser el responsable —en realidad, se veía cómplice— de imponer los intereses de la empresa a otras personas, sentía algo muy parecido a la náusea.
Sus pensamientos y sensaciones fueron interrumpidos cuando se cruzó con Sanjurjo. Nunca le perdonaría el día en que este individuo despreciable —así lo catalogó Ramírez— intentó acercarse a su hija. Ella tenía quince años y el hijo de puta, cuarenta.
—Y, Ramírez, ¿me vas a aceptar como amigo?
—¿Amigo? ¿Vos?
—Te mandé una solicitud en la red social, ¿no la viste? Fijate en tu celular.
—¿Vos amigo mío? Mi celular es para hablar por teléfono.
—Sí, flaco, la red es para eso, para juntar amigos. ¿Tu celular no tiene Internet?
—¿Vos tenés idea de lo que significa esa palabra?
—Y si no querés amigos, ¿para qué armaste tu perfil? Eso está ahí, es para usarlo.
—Mirá, Sanjurjo, usar se usan la medias, la cama, una cuchara, no las personas.
—Ese es un pensamiento del siglo pasado. Ponete en onda, Ramírez. El que está ahí está para que lo miren.
—Sí, claro, “coma mierda, tantos millones de moscas no pueden estar equivocadas”.
—¿De qué hablás, Ramírez? Mirá que sos difícil.
Tal vez este pelotudo tenga algo de razón y yo me haya quedado en los setentas junto a los ideales. Pero no me puedo traicionar, no de esta manera. No lo hice cuando me apretaron los milicos, no lo voy a hacer ahora con esta mierda. ¿Tanto cambió todo en treinta años? Antes, cuando nos querían hacer callar, nos tenían que encontrar; ahora, con escribir el nombre y apretar en “Buscar” nos tienen en la palma de la mano, a nosotros, a nuestros amigos, nuestros gustos, nuestros libros, hasta la foto del perro tienen. Claro, las dictaduras cambiaron, se modernizaron. Hoy manda el puto mercado, los gustos del consumidor, eso somos: consumidores consumidos.
Dicen que las redes sociales unen a la gente, otra pelotudez. Un asado, una paella, unos vinos, un café, eso une a la gente. Personas que se juntan, conociéndose, compartiendo, discutiendo, sonriendo…, viviendo. No podemos ser tan ciegos, no podemos.
—Disculpe, señora, ¿puedo pasar?
—Sí, Ramírez, pase, ¿quiere un café?
—No, gracias. Es algo breve. Le quiero decir algo que estuve pensando sobre la campaña, la red, la empresa y el hecho de que me haya elegido.
—Soy toda oídos, Ramírez.
—¡Renuncio!