Quitapenas, cooperativa de servicios limitada

Ficción

Miércoles, 25 de mayo del 2011, diez de la mañana
En algún rincón del barrio Eva Perón, allá al fondo de Lanús Oeste, David piensa en cómo pasó todo: la pérdida de la confianza, el asesinato de Pablito, los muchachos vaya a saber dónde, el abo­gado desaparecido; y a la luz de la luna, su mujer y los tres pibes, viendo el horizonte, como tratando de encontrar el destino de la mirada del hombre. La vida en el barrio siempre fue dura: unos pocos meses en la escuela —hacía casi quince años—, luego, la calle, alguna que otra changa como ayudante de albañil, el ingreso frustrado a la policía bonaerense —“sin primaria completa no se puede”, le dijeron en la oficina de reclutamiento—, muchas promesas de políticos incumpli­das, la muerte de la madre —“la ambulancia no llega hasta el fon­do de la villa”, dijo el médico que se animó a entrar solo— y el hambre, quizás el único compañero que estuvo siempre junto a él. Muchas palabras resuenan en sus oídos, demasiadas justifica­ciones para sus escasos veinte años.

Cuando conoció a Magalí, pensó que estaba enfermo: cada vez que veía a la mujer, algo raro, desconocido, pasaba dentro de su cuerpo. Fue el Tolo quien se dio cuenta. “Tás metejoneado, David, es eso”. Y David se animó, le habló. Tres hijos en tres años de vivir juntos. David quiere algo distinto para ellos, no sabe bien qué, pe­ro algo sí sabe: no quiere que vivan lo que él tuvo que vivir.

—Sandra Arancibia.

—Edad.

—Veintiséis.

—Nacionalidad.

—Argentina.

—Número de documento.

—Treinta y dos, cuatrocientos veintiséis, trescientos nueve.

—Domicilio.

—Cabildo, seis, setenta y cuatro.

—Piso.

—Sexto.

—Departamento.

—No, es todo el piso.

—Teléfono.

—Celular. Ocho, siete, cuatro, ocho, uno, tres, cuarenta.

—Señorita Arancibia, ¿por qué motivo recurrió a esta fiscalía en lugar de hacer su denuncia en la policía?

—No confío en ellos, creo que están involucrados.

—¿Tiene pruebas de lo que dice?

—De que estén involucrados, no; de lo que quiero denunciar, sí.

—Bien, en un momento viene la señora fiscal y procedemos con la declaración. ¿Quiere un café?

—Sí, le agradezco. Estoy bastante nerviosa.

—Relájese. Lo que nos cuente en esta sala permanecerá aquí.

La sala en cuestión era una habitación pequeña, escasamente decorada. Había un escritorio marrón, de oficina, con una compu­tadora y algunos expedientes, un par de libros y un florero sin flores. Ellos estaban sentados enfrentados, alrededor de una mesa de reunión. Había dos sillas más. En la pared del fondo una biblio­teca medianamente ordenada; sobre la pared de la izquierda, una ventana con cortinas celestes. Las paredes estaban empapeladas con un estampado de pequeñas flores en tonos ocre y arena. Sobre la pared de la derecha, una puerta cerrada que parecía ser la del baño; a sus espaldas, la puerta de acceso. Fue por allí por donde, mientras la joven observaba el ambiente, entró la fiscal de turno.

—Buen día, señorita… Arancibia, soy la doctora Argibay —dijo leyendo el nombre de la joven en un papel que le entregara el secretario.

—Buen día, doctora.

—Si le parece bien, vamos a continuar con la declaración que empezara a tomarle mi secretario.

—Sí, por favor —En estas palabras se notaba un tono de súpli­ca más que de cortesía.

—Le comento sobre el procedimiento. Todo lo que nos cuente será escrito, luego le daremos una copia impresa para que lea y firme en conformidad. Si con esta declaración se iniciara alguna causa, la misma pasará a formar parte del expediente y tendrá carácter legal. Si se llegara a la instancia de juicio, se la llamará a declarar a cerca de la veracidad de lo asentado en este acto. ¿Está de acuerdo en continuar?

—Sí, doctora. Necesito declarar.

—Entonces cuénteme.

—No sé por dónde empezar.

—Por el principio. Relájese. ¿Qué es lo que quiere declarar?

—Quiero denunciar a un estafador y asesino.

—¿Hubo algún asesinato consumado?

—Sí.

—Bien. Espere un segundo, por favor. Cortínez, además de dac­tilografiar la declaración, por favor, grábela.

—Muy bien, doctora. Cuando disponga.

—Empezamos. Miércoles, veinticinco de mayo de dos mil once, a las once y treinta y cuatro, se presenta en esta Unidad Fiscal Norte de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires la señorita Sandra Arancibia, nacida el catorce de marzo de mil novecientos ochenta y cinco, argentina, con documento nacional de identidad número treinta y dos millones cuatrocientos veintiseis mil trescientos nueve, domiciliada en la avenida Cabildo, seiscientos setenta y cuatro, de esta Ciudad Autónoma de Buenos Aires, para realizar una declaración voluntaria. Cuéntenos, señorita Arancibia.

—Quiero denunciar a Andrés Ramírez Taboada por estafa y por asesinato.

—¿De dónde conoce al señor Ramírez Taboada?

—Es… Bueno, era mi pareja.

—¿Hasta cuándo fueron pareja?

—Hasta el domingo pasado.

—¿Domingo veintidós de mayo? —pregunta la fiscal mientras mira un calendario de escritorio.

—Sí, creo que sí, que fue veintidós. Este domingo que pasó.

—Antes dijo que estafa y asesinato. ¿La estafó a usted?

—Se podría decir que a mí me abandonó, después de prometer muchas cosas, entre ellas tener un hijo juntos.

—Bien, pero eso no se considera un delito.

—También estafó a los miembros de una cooperativa que él ge­renciaba.

—¿Qué profesión tiene el señor Ramírez Taboada?

—Abogado.

—Y sobre el asesinato, ¿qué nos puede decir?

—Fueron alrededor de diez asesinatos, no fue uno solo.

—¿Consumados por él mismo?

—No, él, como le dije, dirige la cooperativa.

—No la entiendo. ¿A qué se dedica la cooperativa?

—Él la definió como una cooperativa de servicios.

—¿Qué tipo de servicios?

—Crímenes por encargo. La especialidad, homicidios, aprietes y torturas.

La mirada de la fiscal se quedó inmóvil por unos segundos, fija en la cara de Sandra. Se sacó los anteojos, tomándose la frente con la mano derecha. Suspiró profundamente.

—Cortínez, por favor, dos cafés.

Martes, 1 de marzo del2011

“Una mañana fresca y soleada, un buen día para comer un asado”, pensó Pablito mientras se dirigía al encuentro con los mu­chachos del barrio, sus colegas, como les gustaba llamarse cada vez que se encontraban.

Los últimos meses habían sido difíciles; cada uno trabajaba por las suyas y cada vez ganaban menos. Desde hacía un par de sema­nas, Pablito pensaba en cómo cambiar esto: ya estaba cansado de ser un perdedor, de estar siempre con el bolsillo escaso.

De casualidad se encontró con el Preto, antiguo compañero del correccional de menores. El Preto y Pablito se habían escapado juntos hacía unos seis años. Vinieron desde Santa Fe al sur del co­nurbano; Pablito se quedó en Lanús; el Preto se instaló en el Docke junto a una chica que tenía una casilla “con vista al río”, le gustaba decir. Al tiempo, ella desapareció, nadie preguntó nada, el Preto se quedó con la casa y los muebles. Pablito consiguió un trabajo en un depósito de chatarra, a los pocos meses lo despidieron, “hay poco trabajo, pibe”. Desde allí anduvo de un lado a otro haciendo lo que podía para conseguir el mango diario. De novias ni hablar, la vieja mató al padre, celos dijeron.

El día que se reencontraron, cervezas de por medio, el Preto le hizo la propuesta. Parecía fácil, solo tenía que juntar a la barra y plantearles la solución a la miseria actual. No había mucho para preguntar, no tenía por qué perder la oportunidad de ganar unos pesos, el Preto le ofrecía una buena suma en efectivo por su ser­vicio. Y hacia allí iba.

Cuando llegó al bar del turco Saún, ya estaban casi todos los convocados. Pedro, el Rulo, el Narigón, Fierita, la Gorda (apodo que le habían puesto a Jacinto luego de adelgazar veinte kilos), el Chapulín, los hermanos Valdivia, el de la Cruz (se llamaba Jesús) y el Culo (por su mentón dividido en dos por una línea vertical).

En la mesa se contaban seis botellas de Quilmes vacías.

—Ahí viene Pablito. Traete otras dos Turco, bien frías.

De fondo sonaba cumbia en la rocola. “Muy fuerte para mi gusto”, pensó Pablo mientras se sentaba junto a los muchachos.

—Turco, bajá un poco esa cosa. No se puede ni hablar.

—Dejalo, Turco, este es un amargo. Lo pusimos recién, loco, aguantá —dijo el Culo mientras prendía un porro.

—¿Cuándo vas a dejar esa mierda? ¿No ves que te destruye las neuronas?

—¿Las qué? Andá a cagar, Pablo. ¿Que sos, mi vieja sos?

—Che, tranquilos —interrumpió el Narigón—. Contá, loco ¿para qué nos llamaste?

—¿Y los otros no vienen? —preguntó la Gorda.

—Si no vinieron, se joden, se quedan afuera. Quedamos a las once, ya son y media. Somos los que estamos.

Mientras Pablito ordenaba la reunión, se escuchó en la puerta al Pelado.

—Disculpen, muchachos. Me atrasé porque estoy flojo del estó­mago, casi no vengo.

—¿Qué te morfaste? —le preguntó el Rulo en tono cómplice.

—Debe de ser el agua. Allá al fondo no llega, la vamos a buscar con unos bidones a la canilla que está a la entrada.

—Bueno, ¿empezamos? —preguntó Pablito, ignorando los co­mentarios de sus compañeros.

En la mesa, todos se quedaron en silencio, esperando lo que les quería decir el morocho.

Pablo había adquirido una actitud natural hacia el liderazgo. Ya desde el correccional lo hacía valer y sus compañeros del barrio lo sentían así; por eso la mayoría había respondido a su llamado.

—Hace algún tiempo que vengo pensando en cómo podemos salir de esta miseria en la que estamos sumergidos. Sé que a ustedes les pasa lo mismo, muchas veces hemos hablado de esto, pero nun­ca hacemos nada para cambiarlo.

—¿Y qué pensaste, Pablito? —interrumpió el mayor de los Val­divia, Ramón, quien hasta ese momento había permanecido en si­lencio, distante del grupo.

—Creo que lo que tenemos que hacer es organizarnos, sumar nuestras habilidades, trabajar juntos.

—¿Juntos? ¿Cómo? —preguntó sorprendido el Culo.

—Armando una cooperativa, de servicios.

—¿Qué? ¿Nos vamos a convertir en laburantes ahora?

—Somos laburantes, Chapulín. Cada vez que nos contratan lo somos. Cumplimos con el servicio y nos pagan. ¿Acaso eso no es ser un laburante?

—Mirá, loco, a mí esto no me suena… Yo voy, hago boleta a quien me dicen, cobro por eso y listo—. La voz que se escuchó, decidida, era la de Fierita—. Y vos, ¿qué sabés de cooperativas? ¿Hiciste un curso?

—No, algo leí. Lo que pensé es juntarnos con alguien que sepa. Hay un abogado que creo que nos podría dar una mano, trabajar con nosotros.

—¿Lo conocés? —preguntó tímidamente el otro Valdivia.

—Me lo presentó un amigo. Nos podríamos juntar con él y ver qué sale… ¿Qué opinan?

—Y ¿por qué no?

—¿Cómo, no era que a vos no te sonaba? ¡Andá a cagar, Fieri­ta! —El comentario del Rulo hizo reir a casi toda la banda.

—¿Y cuándo lo podemos ver? Digo, no perdemos nada.

—Tenés razón, Pedro, peor no podemos estar. Yo pensé que po­dría ser el domingo en el cumpleaños del Pelado.

—¿En mi casa?

—¿Qué, te molesta? Capaz que te llevemos algún regalo, gilún.
—contestó con ironía el Rulo.

—Ta bien, vengan a la tarde, a eso de las seis. Para esa hora ya va a estar todo tranqui. Al mediodía viene mi vieja, y ya saben que no le gusta que ande con ustedes.

—Hecho. El domingo seis a las seis en lo del Pelado. Lleven algo para tomar —terminó Pablito.

Miércoles, 25 de mayo del2011

—El cuarto café de esta mañana. Ayer fueron doce en total
—pensó la fiscal en voz alta, sin percatarse de la presencia de Sandra.

—Tiene que cuidarse, doctora, el café hace mal a la piel.

—Sí, tiene razón. Pero ya dejé de fumar, quedarme sin el café sería demasiado. ¿Continuamos?

Sandra, mientras miraba la nada, contestó con un leve movi­miento afirmativo de cabeza. Por sus pensamientos pasaban imá­genes del último año compartido con Andrés. Todavía le parecía estar viendo una película en donde el abandono y la mentira eran cosas que solo le podían pasar a los actores. “Un argumento pen­sado por un escritor que nunca va a trascender”, se dijo para sí misma.

—Por favor, comience a grabar, Cortínez—. La fiscal se relajó en su sillón: presentía que este caso le iba a dar bastante trabajo. “Esto es solo la punta de algo grande”, pensó casi en voz alta. Inmediatamente volvió con la mente a la realidad de la sala—.
¿Cuál era su rol, señorita Arancibia, dentro de la cooperativa?

—¿Mi rol? Yo no tuve nada que ver con ellos, solo fui la pareja de Andrés, de ese turro.

—¿Cómo puede entonces comprobar que lo que declara es cierto?

—Tengo el diario personal que escribió él.

—¿Con él se refiere a Ramírez Taboada?

—Sí.

—¿En ese diario cuenta sobre alguna de las actividades de la cooperativa?

—Con lujo de detalles. Están los nombres, los teléfonos y las especialidades de cada uno de los integrantes. Incluye un listado sobre los servicios prestados. Hasta hay una planilla en donde anotó lo cobrado y cómo se repartió el dinero.

—Y ese diario personal, ¿cómo llegó a su poder?

—Lo dejó en casa, fue lo único que quedó, olvidado en un es­tante del placar.

—¿Lo tiene con usted?

—Sí, doctora—. Mientras respondía esta última pregunta, abría su cartera y le extendía un cuaderno de tapas negras y hojas raya­das —Acá lo tiene.

—Permítame verlo, por favor—. La doctora Argibay pasó las hojas buscando algo. Luego de unos minutos, y habiendo recorrido todo lo escrito, comentó: —Lo que supuse al escuchar su relato; no hay ningún indicio de que el señor Ramírez Taboada formara parte de la cooperativa, en ningún párrafo se menciona a sí mismo. No me extrañaría comprobar que ni siquiera fuera su caligrafía.

—No entiendo… Entonces ¿para qué lo escribió?

—Como le dije, no podemos asegurar que él lo haya escrito hasta hacer una pericia. Respondiendo a su pregunta, a simple vis­ta podría decirle que para inculpar a los otros miembros de esa cooperativa.

—¡Qué hijo de puta! Entonces él sabía que se iba a ir, fue todo planeado.

—Así parece. Nos tiene que dejar el cuaderno, para efectuar las pericias. ¿Usted tiene algún otro escrito, algo que nos pueda asegurar que es de puño y letra de Ramírez Taboada?

—Sí, en casa. Algunas cartas personales.

—Las necesitaremos para comparar la caligrafía. Dígame seño­rita Arancibia, ¿usted vio al señor Andrés Ramírez Taboada escri­bir en este cuaderno de tapas negras?

—Ahora que lo pienso, no. Él me contó que le gustaba escribir su diario personal, pero nunca lo vi, tampoco nunca me lo mostró.

—Bueno, dependemos entonces de las pericias. ¿Tiene alguna otra cosa para agregar a su declaración?

—Una pregunta: ¿me pueden ayudar?

—Lo que podemos hacer, basándonos en su denuncia, es comparar la caligrafía y ver si el diario fue escrito por Ramírez Taboada. Si la letra coincide, se inicia una causa contra él; si no coincide, deberíamos buscar a la persona que lo escribió. En ambos casos se va ordenar una investigación sobre las personas mencionadas en él.

—¿Nada más?

—¿Qué es lo que espera de nosotros, Sandra?

—¡Que metan preso a ese hijo de puta!

—Si lo podemos relacionar, no lo dude.

—¿Y si no pueden?

La mirada de la fiscal alcanzó como respuesta. Con un movi­miento de cabeza le indicó a su asistente que apagara el grabador.

—Haré lo posible, Sandra.

La respuesta quedó flotando en el ambiente y resonando en la cabeza de la joven estafada. Estas últimas palabras le daban espe­ranzas, y eso era justamente lo que Sandra necesitaba.

Domingo, 6 de marzo del2011

Los amigos se juntaron a eso de las seis de la tarde en la esquina de la casa del Pelado. Estaban todos, fueron puntuales. “Se ve que la cosa interesa”, pensó Pablito, que estaba acompaña­do por el abogado.

El contraste entre el grupo de amigos y Ramírez Taboada no podía ser mayor. Los unos vestían conjuntos deportivos y gorras, algunos las usaban con la visera hacia atrás; el otro, una chomba de hilo, pantalón a cuadros y zapatillas color natural, todo a tono, todo de marca.

—Muchachos, les presento al doctor. Doctor, los muchachos.

El invitado saludó con un “Buenas tardes, es un gusto cono­cerlos”; los muchachos, con leves movimientos de cabeza y algún “Hola”. En ellos se notaba cierta desconfianza, propia de quien no se siente cómodo con la situación. Pablito se dio cuenta —los cono­cía muy bien— y agregó:

—El doctor se ofreció para participar en la reunión y darnos algunas ideas de cómo nos podríamos organizar. Si nos interesa, él se se podría asociar. No hay que poner un peso antes, solo parte de las ganancias…

—¿Y de qué parte hablamos? —interrumpió el Rulo.

—Tranquilo, no va a ser mucho. Solo lo justo y necesario por mis servicios.

Pablito, en tono conciliador, los invitó a pasar a la casa del Pelado.

—Mejor hablemos adentro —dijo mientras emprendía la mar­cha. El grupo lo siguió.

—Pasen, muchachos, está sin llave —respondió el Pelado a los golpes en la puerta.

—¡Feliz cumple, Pelado! —se escuchó al unísono, mientras la Gorda le daba un paquete rectangular, envuelto a modo de regalo, con papel floreado que tenía el aspecto de haber festejado en va­rias ocasiones.

—Pero, muchachos, un regalo… ¿para mí?

—Sí, pelotudo, vos cumplís años —se escuchó el vozarrón gas­tado de Fierita.

El cumpleañero parecía un chico: rompió el envoltorio en se­gundos. Cuando abrió la caja —era de zapatillas naik— se sorpren­dió con el brillo del contenido: un revólver del treinta y ocho corto, enteramente cromado, impecable.

—Lo conseguimos ayer, está limpio —agregó el más grande de los Valdivia.

El pPelado estaba emocionado, hacía rato que quería sacarse de encima la nueve milímetros, estaba marcada, en cualquier mo­mento le iba a traer problemas.

—Bueno, ya está, basta de amor, vamos a laburar. Acá trajimos unas birras, ponete unos vasos y empecemos, el doctor no tiene todo el día. De paso, los presento: doctor, el Pelado…

—¡Feliz cumpleaños! Si lo hubiera sabido, le traía un presente.

—Ta bien, no hace falta, doctor.

—Bueno, ya nos conocemos. Como les expliqué el otro día, la idea es organizarnos armando una cooperativa. El doctor nos va a explicar cómo se hace y en qué nos puede mejorar la situación.

Domingo, 22 de mayo del2011

Sandra despertó cuando el sol matinal bañaba su rostro. Exten­dió el brazo izquierdo buscando a su lado, pero estaba sola. Luego de llamarlo reiteradas veces y de recorrer todo el departamento, se dio cuenta de que faltaba algo más que su presencia.

El dolor de cabeza no le dejaba estar del todo lúcida; la noche anterior habían bebido lo suficiente como para relajarse, pero no tanto como para sentirse tan mal. Poco a poco comenzó a darse cuenta que la había drogado. No estaba la computadora portátil, ni los libros que estaba leyendo, tampoco sus mejores trajes, ni el reloj suizo de oro.

El hecho empezaba a hilvanarse en su mente: Andrés Ramírez Taboada se había escapado, muy probablemente por la madrugada, llevándose todo lo que tenía algo de valor, incluida su confianza.

Sábado, 21 de mayo del2011

—Culo, prendelo fuego.

—Primero lo amasijo.

—¡No! Que sufra el hijo de puta —dijo David, que luego que ellos mismos asesinaran a Pablito quedara como líder de la casi de­sarmada cooperativa—. Preto, basura, vos fuiste el que convenció al pelotudo de Pablo para que nos juntara con el miserable ese, el boga.

—¡Perdónenme! —suplicaba el torturado, caído a los pies de sus verdugos, encadenado con los brazos en la espalda.

—¿Perdonarte? Estás en pedo, ¿acaso vos y los de tu banda lo hicieron cuando agarrábamos más laburos que ustedes? Por eso le pagaste a Pablo, para que nos juntara, organizara la cooperativa y nos hiciera sonar a todos juntos. ¡Dale, Culo, rocialo!

Con las últimas gotas de nafta cayó también el cigarrillo en­cendido; la fogata fue creciendo junto a los gritos del Preto. Tres minutos duraron los alaridos; el fuego, un rato más. Los dos amigos contemplaron la escena en silencio, compartiendo esas imágenes que durarían para siempre en sus memorias. Fue el Culo quien rompió el silencio.

—El turro del boga nos recagó bien recagados, se llevó hasta el último mango el hijo de mil putas.

—Ya lo vamos a encontrar. Ahora rajemos, en cualquier mo­mento cae la yuta.

Jueves 24 al sábado 26 de marzo del2011, feriado largo

Cuando se juntaron en casa del Pelado, los muchachos y el le­trado comenzaron a charlar sobre cómo funcionaría la cooperativa. Quedaron en viajar juntos a Chacomús; allí podrían estar tranqui­los. Ramírez Taboada conseguiría una quinta para que durante esos tres días sentaran las bases de su futuro.

—¿Tomó nota Valdivia?

—Sí, doctor, ¿le leo?

—Por favor.

—Buenos Aires, sábado veintiséis de marzo del dos mil once. Los abajo firmantes convienen en fundar una cooperativa de ser­vicios denominada Cooperativa Quitapenas. El producto de lo re­caudado por los servicios brindados por esta se repartirá, luego de descontar los gastos generados, de la siguiente manera: veinti­cinco por ciento para el señor administrador, cincuenta y cinco por ciento para los señores socios, quienes a su vez lo dividirán en partes iguales, y veinte por ciento quedará en caja para gastos eventuales o extraordinarios; en este punto se incluyen posibles comisiones a autoridades. Las rendiciones se harán efectivas a mes vencido, el día cinco del mes siguiente. Serán responsabilidad del administrador el manejo de la caja (ingresos, egresos y de­sembolsos extraordinarios) y el asesoramiento legal en caso de que alguno de los integrantes así lo requiera. Será responsabilidad de los socios cumplir efectivamente con los servicios encomendados y cuidar la integridad de la cooperativa junto a la de sus colegas.

—Una duda, doctor, ¿no hace falta poner los nombres de cada uno? Digo, para que después no haya dudas.

—Para nada, Pablo, no conviene. Cuanto menos se escriba, me­jor. Este convenio es un pacto de honor, lo redactamos con fines prácticos para que queden los roles, las responsabilidades y los porcentajes claros. Ahora firmemos.

Con la firma de todos quedaron las bases sentadas, el lunes siguiente comenzarían a buscar posibles encargos; ahora era el momento de distenderse y comer el suculento asado que entre el Rulo y Fierita habían preparado.

El 4 de abril cumplieron con el primer encargo. La víctima, un travesti; el cliente, un dirigente de un club de Ingeniero Budge; el motivo, la extorsión con que el amante lo amenazaba. Este crimen, publicado en casi todos los diarios y programas televisivos de noti­cias, fue con mucha violencia. Los muchachos de la cooperativa se tomaron en serio el primer trabajo: participaron seis, y cada uno aportó algo.

Pasó el mes, cumplieron con varios servicios, y repartieron el dinero obtenido. Fueron mil cien pesos para cada uno de los once cooperativistas y cinco mil quinientos para el abogado. Quedaron poco más de cuatro mil pesos en caja. A varios de los muchachos la diferencia de ingresos no le agradó.

—Loco, el boga gana cinco veces más que nosotros y no hace un carajo —planteó la Gorda ante sus amigos el día de la primera rendición.

—Era así el trato, está escrito en el convenio —le respondió Pablo, en tono tranquilizador.

Miércoles, 18 de mayo del2011

—De pedo, loco, de puro ojete. Esos hijos de puta casi nos ama­sijan a nosotros. Les dije que teníamos que ser cuatro por lo me­nos; hacerlo de a dos fue una boludez.

—¿Y que querés, Fierita? ¿Que vayamos a todos lados de la ma­nita? —en tono sarcástico habló el Narigón.

—¡No, pelotudo! Pero tampoco quiero que nos hagan mierda.

—Mirá, si no te podés cargar a un simple concejal, vos estás al horno.

—Mierda con el puto radical, tres osos bien calzados no son joda.

—Tranquilos, muchachos —intervino Pablo—, no pasó nada, matamos a uno, el radicha se escapó, estamos todos bien, en unos días terminamos el laburito. Eso sí, al boga no le digan nada; total, hace dos días que no lo vemos.

El abogado no aparecería hasta esa noche, cuando traería un nuevo trabajo —sería el último—, esta vez un comerciante y su fa­milia; el encargo, de parte de un proveedor que estaba cansado de reclamarle su dinero. El viernes veinte volvería a desaparecer, esta vez en forma definitiva.

El día anterior a la fuga, Ramírez Taboada había pasado la tarde en la costanera de Quilmes, pensando, luego que discutiera con Sandra. Ella insistía con tener un hijo, él varias veces le había dicho que sí; sin embargo, seguía usando preservativos. En su inte­rior quería cuidarla; después de todo, ya sabía cómo terminaría todo, lo había planeado minuciosamente. La libreta de apuntes en el placard, el convenio, ocuparse de que los muchachos se dieran cuenta de que Pablito era un traidor y el Preto, el instigador, el dinero recaudado, todo, hasta el último detalle. Hacía tiempo que lo había decidido, era la única manera de hacer justicia.

A su mente venía una y otra vez esa imagen, el padre con los dos tiros en la cabeza, la madre con la garganta cortada, la sangre fresca que mojaba el piso, y él mirando sin entender. Dos años le había llevado saber quiénes habían sido.