Pepe, el revolucionario virgen

Ficción

Ergueta: Además, ¿quién no te dice que eso sea para bien? ¿Quiénes van a hacer la revolución social, sino los estafadores, los desdichados, los asesinos, los fraudulentos, toda la canalla que sufre abajo sin esperanza alguna? ¿O te crees que la revolución la van a ha­cer los cagatintas y los tenderos?
Erdosain: De acuerdo, de acuerdo… Pero, en tanto llega la revolu­ción social, ¿qué hace ese desdichado? ¿Qué hago yo?
Los siete locos, de Roberto Arlt.

11 de mayo del 2010, martes de tarde

—Dejate de joder, Pepe, si seguís así nunca vas a cambiar tu realidad.

—Mirá, Ari, yo sé que tus intenciones son las mejores, pero ¿qué querés que haga? No me animo. Dejá, no me presiones.

—¿Presionarte? Eso es imposible, si hasta parece que no tenés sangre.

—Yo pongo mi energía en lo que creo que es útil. El cambio tiene que construirse. ¿Hasta cuándo podemos soportar sobre nuestros hombros el peso del yugo? Tratá de entenderlo si no lo­gramos organizar las bases, nunca vamos a vivir en una sociedad justa, en la que los proletarios reciban lo que realmente merecen por su trabajo. Pensá que sin los brazos de los millones de perso­nas que cada día dan lo mejor de sí mismos, los burgueses y los ca­pitalistas no podrían mantener lo que tienen. Ellos nos necesitan, nos necesitan más que el aire que respiran.

—Sí, claro, “…el cambio vendrá de nosotros, y recién ellos comprenderán…” ya lo aprendí de memoria.

—Y si entendés, ¿por qué insistís con el otro asunto? Sabés que no es mi prioridad.

—¿Sabés por qué? Porque vas a cumplir treinta y dos años y nunca la pusiste. Por eso.

—Sí, tengo treinta y uno, me faltan menos de dos años para los treinta y tres, y a esa…

—¡Dejate de joder con esa boludez de que te vas a morir a los treinta y tres! Si estás bien sanito, gil.

—Para vos es una tontería, para mí, no.

—¿Tontería? Boludez dije. Dale, terminá de firmar esos giros y vamos a tomar una cerveza. Pagás vos. Tengo un rato antes de la facultad.

—Ya termino.

—¿Y si mejor llamamos al Automóvil Club?

—Hace rato que no soy socia, Clara. Cada vez estaba más caro.

—Si querés, llamo yo con mi carné.

—Esperá un poquito más, tiene que arrancar.

—Elena, ¿te conté lo de Carlos?

—No, ¿qué pasó?

—Me parece que anda en algo.

—¿Qué, lo viste, te contaron?

—No, el otro día, a la mañana, mientras se bañaba, le revisé el celular. Tenía un mensaje de una tal Susy. Le decía que lo esperaba a las cuatro.

—¡Ahí arrancó! Yo sabía que mi viejo Renault doce no me iba a fallar. ¿No sería algo del trabajo?

—No sé. Sabés, ya te lo conté, que hace rato no pasa nada. Nunca está en casa, y cuando llega siempre está cansado y se quiere ir a dormir. Pero cuando se va a trabajar está con ganas, hasta se lo ve más contento a la mañana que cuando llega a la noche.

—¿Y que pensás hacer?

—Nada, ¿qué querés que haga? ¿Preguntarle si hay otra para que lo niegue?

—Mirá, nena, te quedan dos opciones. O lo encarás o hacés co­mo que no pasa nada.

—Hay otra opción. Irme.

—¿Dejarlo? ¿Después de casi veinte años? ¿Vos estás bien? Digo, ¿segura?

—De nada estoy segura. De nada.

…..

—Mirá boludo, la flaca esa te está fichando.

—¿Quién? ¿De qué me hablás? Te estaba contando sobre la reunión que quiero armar en el correo para…

—Dejá de hablar de la revolución. Mirala, debe tener veinte años, veintidós a lo sumo. Justo lo que te recetó el doctor.

—¿Qué decís? Mirá si se va a fijar en mí.

—¿Qué, te falta algo? Digo, tenés dos piernas, dos brazos, dos bolas. ¡Usalas!

—Para vos todo es fácil.

—Si no le das bola vos, voy yo.

—¿Y Claudia?

—¿Qué tiene que ver Claudia con ella?

—Ustedes están de novios.

—¿Y desde cuándo eso quiere decir estar preso?

—A veces no te entiendo, Ari. ¿Para qué salís con ella?

—¡Pará, chabón! Ahora, además de revolucionario, sos moralis­ta. ¿Te vas a hacer cura acaso? Mirá que la izquierda y la Iglesia no se llevan bien.

—Bueno, como vos digas. ¿Me vas a escuchar, o no?

—¿Qué cosa?

—Lo de la reunión en el correo con los compañeros.

—Dale, contame. Igual vamos a quedar como unos boludos. La flaca sigue ahí.

—Si logro que los pibes del centro de distribución de corres­pondencia se plieguen, ya tengo más de doscientas personas.
Si ellos pueden convocar más gente, digamos unas cinco personas cada uno, llegamos a mil. Si esos mil convocan a un promedio de tres cada uno, son tres mil. Si esos tres mil…

—¡Vas a ser como Roberto Carlos!

—¿Roberto Carlos?

—El brasuca ese que cantaba lo del millón de amigos. ¿Y si mejor te hacés un féisbuk, no es más fácil?

—¿Me hablás en serio? Esas cosas están digitadas por corpo­raciones capitalistas. El cambio debe empezar por el cara a cara. Hay que conocerse, entenderse, compartir experiencias, lograr confianza entre los integrantes de cada célula. Recién en ese momento podremos marchar juntos para construir una sociedad justa y libre.

—En el féisbuk podés ver las caras, compartir, y ¡además hay cada minita! A vos te vendría bien. Te hacés uno, ponés un par de fotos bien sacadas, y empezás a chamuyarla de zurdito. Vas a ver cuántas pendejas se enganchan.

—A veces pienso que con vos pierdo el tiempo. Para vos todo tiene que ser fácil, lo que está servido por el sistema es Dios.

—¿Viste? Yo tenía razón, ahora hablás también de Dios. ¿Querés otra birra?

—No entendés nada.

—Mirá, yo sé que existen dos verdades: la oferta y la demanda. Esa mina está del lado de la oferta y vos, Pepe, del de la demanda.

—Siempre lo mismo, vos en lo tuyo y nunca me escuchás.

—Bueno, al fin algo en lo que nos parecemos. Viste, en el fondo somos similares, por eso nos llevamos bien.

—Sí, Ari, en el fondo nos parecemos. Y dale, pedí otra cerveza.

…..

—Hola, Toto, ¡llegó mami! Totito…, ¿dondé estás? Vení, que te pongo comida… Toti…

—Hola, má ¿con quién hablabas?

—Hola, nene. Llamaba a Toto. No sé por dónde anda.

—Y muy lejos no debe haber ido, estamos en un sexto piso.
A no ser que sea suicida y se tire por el balcón. Fijate en la cama o en la vereda. Si es la primera opción, está durmiendo, si es la se­gunda, avisame, así bajo a limpiar.

—¡Acá está el negrito de mami! Venga, mi amor, venga que le doy una latita de atún.

—¿Qué tal tu día, má?

—In-ter-mi-na-ble. Hoy los chicos estaban insoportables, y para completar la función vino la supervisora; esa es peor que todos los chicos y los padres juntos.

—¿No pensaste en pedir un cambio de tareas? Quizás algo más tranquilo, administrativo podría ser.

—¡Ni loca! Sabés que me encantan los chicos, es solo que estoy un poco cansada, nada más.

—¿Fuiste al médico?

—Sí, a la mañana.

—¿Y, qué te dijo?

—¿Qué pensás? A ver…, arriesgá.

—Te mandó a hacer estudios.

—¡Bingo! De sangre y orina completos y un hepatograma.

—¿Hepatograma?

—Sí, me dijo que el cansancio puede ser hepático. También puede ser la tiroides, pero es más sencillo el hepatograma, para ir descartando; y me habló del estrés. Qué se yo. Parece que tienen un librito y de ahí no salen. Nunca te preguntan nada de tu vida, no les interesa. Solo análisis y remedios.

—Si querés que te pregunten, andá a ver a un sicólogo o a un médico naturista. El clínico te va a mandar análisis para poder derivarte. Sabés que es todo negocio.

—Bueno, cambiemos de tema, ¿qué querés cenar?

—¿Qué hay?

—Milanesas, ravioles, pollo, arroz…

—Unas milanesas con puré. ¿Hay zapallo?

—¿Mixto?

—Cómo me conocés. Sí, mixto, papa y zapallo.

—El auto empezó a fallar otra vez. El arranque.

—Y ya no da más el pobre. Tiene más de veinte años.

—Yo a los veinte era una piba.

—Sí, me lo imagino; casi que lo recuerdo, yo tenía dos años. Pero al auto no lo cuidaste.

—Mañana lo llevo al taller.

—Eso ya lo escuché, má.

—No me retes. Vení, dame un abrazo, lo necesito. ¿De veras te acordás cuando eras chiquito?

—Algo. Me acuerdo de la pieza, del patio y de un pájaro en un jaulón. Un pájaro chiquito, blanco, en un jaulón grande, también blanco.

—Eras tan hermoso. Tenías el pelo bien negro, lacio. Te gusta­ba que te cantara canciones suaves, siempre fuiste sensible.

Por más que Elena seguía hablando, recordando a Pepe de pequeño, él ya no la escuchaba, se había quedado veintinueve años atrás, en el patio de su casa, jugando con el osito beige. Osi lo acompañaba desde el día en que nació, se lo había regalado su abuelo cuando lo fue a conocer al hospital.

De ese día guarda de recuerdo la pulserita que le pusieron para identificarlo entre los otros recién nacidos. “Elías Raúl Cáne­pa 5/9/69” es lo que apenas se lee en su superficie gastada y borrosa. En realidad, era uno de los recuerdos que guardaba Elena en su cajita marrón, junto a unos anillos de la madre y el primer diente de leche de su hijo. Pepe la tomó como un trofeo, la piedra fundacional que demuestra que él nació en pleno siglo veinte, unos meses después de la expansión imperialista más allá de los límites de la Tierra. Quizás sea ese uno de los motivos de su lucha perma­nente contra el sistema occidental.

“Me quedan menos de dos años”, pensó. La revolución tiene que ser ahora, es la única salida a tanta miseria y explotación.

El revolucionario —profesor de historia recibido en la Univer­sidad de Buenos Aires, que desde joven decidió no dedicarse a su profesión y optó por el camino de incorporarse al Correo Argentino como forma de ser obrero y estar cerca de los suyos— piensa, siente, que sus días terminarán cuando cumpla treinta y tres. Por ese motivo está decidido a comenzar con el cambio social lo antes posible: desea vivirlo y ser uno de sus artífices.

—¡Pepe! ¿Me escuchás?

—Disculpame, má, me perdí entre pensamientos.

—¿Podés ir hasta lo del chino y comprar aceite? Queda muy poco, no va a alcanzar para las milanesas.

—El pajarito blanco.

—¿Qué pajarito blanco?

—El del jaulón, en el patio. ¿Era nuestro?

—Del abuelo. Era el único que había quedado después que se enfermaran todos los demás. Tenía más de veinte.

—¿Por eso el jaulón grande?

—Sí. Después que se murieron los otros no quiso traer más pájaros. Ese, el blanquito, vivió como cinco años más. El abuelo siempre decía que cinco años era mucho tiempo para un canario solo.

—Quizás sea más fácil vivir en soledad.

—Más vale solo…

—¡Eso es un cliché má! Es el consuelo de los que no encuen­tran con quien compartir la vida.

—Gracias por el piropo. ¿Y vos?

—¿Aceite de girasol? ¿Algo más hace falta?

Cuando salió a la calle, se dio cuenta de que había refrescado. Las dos cuadras por Carabobo hasta el mercadito se hicieron sentir. La vereda colmada de hojas secas le recordó que mayo promediaba. El pensamiento de que el mes siguiente comenzaba un nuevo mundial de fútbol le cayó como un balde de agua fría.

—Odio el fútbol —se dijo en voz baja—. Voy a tener que planear la primera reunión para después del mundial. Si convoco ahora, no va a servir de mucho. Lamentablemente, en Buenos Aires, cuando hay un mundial, no se puede hacer gran cosa, y menos una revo­lución.

“De cada cual, según sus capacidades, a cada cual según sus necesidades”. Eso voy a exponer y dejar al descubierto: las nece­sidades que tenemos los proletarios en esta sociedad burguesa.
El discurso tendrá que ser más que una sucesión de palabras, tengo que poner de manifiesto los hechos y así lograr que cada uno comprenda que las necesidades reales nada tienen que ver con el bombardeo consumista irreal, sino con la vida, con lo básico. Sin cimientos sólidos no podremos construir nada, y justamente de la construcción de una sociedad justa es de lo que hablará mi propuesta.

—Catolce peso. ¿No tenel más chico?

—No. ¿Te doy cuatro de cambio?

—Sí, glacia.

“Los comunistas consideran indigno ocultar sus ideas y propó­sitos. Proclaman abiertamente que sus objetivos solo pueden ser alcanzados derrocando, por la violencia, todo el orden social existente. Las clases dominantes pueden temblar ante una revolución comunista. Los proletarios no tienen nada que perder en ella, más que sus cadenas. Tienen, en cambio, un mundo que ganar”.

Pepe no podía alejar de sus pensamientos lo escrito por Marx. Todos los días, antes de acostarse, repetía estas palabras como una oración religiosa. Recién en ese momento se sentía en paz consigo mismo como para descansar.

…..

12 de mayo del 2010, miércoles de mañana

A diferencia de la mayoría de los mortales que tienen un trabajo rutinario, a Pepe no le molestaba pasar sus días —“de lunes a viernes de 10 a 18 y los sábados de 10 a 13”, como solía decirles a los clientes— en esa sucursal del correo. Al contrario, a él le servía como motivador revolucionario. Estar en contacto con la gente, con mucha gente, aunque más no fuera por un par de minutos, le traía permanentemente a la cabeza todo lo que tanto despreciaba del capitalismo. Siempre estaba dispuesto a escuchar una queja, a ayudar cuando le era posible, a ponerse en el lugar del otro.

Esta forma de ser le sirvió en gran medida para ganar amis­tades de muy diversa condición social: desde el desocupado que tramitaba algún subsidio, pasando por los empleados de los más diversos rubros, algunos comerciantes, pequeños empresarios, profesionales y hasta amas de casa. Este conjunto formaba, lo que él llamaba “la masa crítica”, con la que contaba para las primeras acciones revolucionarias.

Lo que más le molestaba, y a la vez más lo motivaba, eran las personas que venían a tramitar un telegrama de renuncia. Eso le daba asco, le revolvía profundamente las tripas. “¡Ja, renuncia! ¿Quién, en estos tiempos, va a renunciar por su propia voluntad?”. Siempre se repetía esta pregunta, a veces en voz alta, llamando la atención de su cliente; de sus compañeros ya no, lo conocían y sabían cómo opinaba. Estos renunciantes eran víctimas, humildes trabajadores a los cuales empresarios burgueses convencían con argumentos falaces para que enviaran ese documento postal que los alejaba de cualquier reclamo. A muchos despedidos-renun­ciantes los había podido frenar, explicándoles sus derechos y sugi­riéndoles que se acercaran a algún sindicato o a algún abogado, por más que Pepe desconfiaba de ambos. De los primeros, por res­ponder a intereses políticos mezquinos, y de los letrados, por ser una de las lacras del sistema capitalista. Sabía que en ambos bandos había algunas excepciones, pero eran las menos. “Si tan solo fuéramos fieles a la ética y no le hiciéramos a otros lo que no nos gusta que nos hagan” era otro de sus pensamientos habituales, plasmado en un cartelito escrito a mano en letra de imprenta que había pegado en la pared, a la entrada de la sucursal.

—Che, Pepe, hablé con Suárez, el del centro de distribución. Le dije que querías armar una reunión con los pibes. El muy turro me dijo, cagándose de risa: “¿El zurdito quiere hablarnos? Era hora que se decidiera”. Parece que ya sabía algo.

—Alguna vez hablé con él. Es un buen tipo, con un humor bastante ácido pero buena gente. A pesar de ser el coordinador de la sección, varias veces se la jugó por los suyos, los muchachos lo respetan y lo aprecian.

—Llamalo, te está esperando.

—Gracias, Ari. ¿Por qué lo hacés?

—¿Qué hago?

—Ayudarme. Vos no creés en el cambio. Para vos el mundo está bien así.

—Por vos, loco.

Pepe se quedó pensando en estas últimas palabras de Aarón.

…..

—Lástima que no crea en que hace falta cambiar— se dijo en voz muy baja.

—Sos una perseguida. Ya me tenés los huevos al plato.

—Claro, el señor no encuentra argumentos y entonces me tira el tema a mí. ¡Sos un sorete!

—¡Pará, loca de mierda! Ya te dije que no hay nadie más, que Susy es la asistenta de Moyano, el tipo de sistemas.

—¿Y por qué te esperaba a las cuatro?

—Ya que me espiás el teléfono, aprendé a leer. El mensaje decía “que me esperan a las cuatro”, con ene final, en plural. Me esperaban Moyano y la gente que viene a presentar el nuevo siste­ma de gestión contable.

—Y entonces, ¿por qué no me das bola? Estoy cansada de to­carme sola.

—Si querés, te compro un consolador.

—No, dejá. Mejor me voy a conseguir un chabón que tenga un buen pedazo.

—Clara, pará. Nos estamos yendo a la mierda. Bajemos un cambio. Estoy cansado, la empresa tiene deudas muy grandes y yo estoy a cargo. En lo que menos pienso es en coger.

—Enterate que yo sí pienso, y bastante seguido. Entiendo lo que decís, pero no soy boluda. Si seguís así, te va a dar un bobaso o se te va a tapar una arteria en la cabeza. Relajate, Carlos, permi­tite disfrutar un rato.

—No puedo. No puedo.

…..

12 de mayo del 2010, miércoles al mediodía

—Hola.

—Buen día, con Suárez, por favor.

—¿De parte?

—Cánepa, de la sucursal Caballito.

—Momento…

—¿Cánepa? ¿Cómo andás, pibe? ¿Cuándo venís para empezar con la revoluta?

—Buen día, Suárez. De eso quería hablar. Había pensado char­lar con los muchachos, por eso lo llamo.

—Sí, ya sé. No des más vueltas, ¿cuándo?

—¿Le parece el lunes? A las siete, cuando terminan de trabajar.

—No, pibe. El lunes siempre falta alguno, y después del trabajo no se va a quedar ni el loro. Mejor el martes a las cuatro de la tarde, así están todos.

—Gracias, Suárez. Sabía que podía contar con usted.

—Mirá, pibe, yo hace rato que dejé las ideologías, pero me gus­ta que haya gente como vos. Además, la mayoría de estos pibes no tienen ni idea de que si quieren cambiar algo tienen que juntarse. Mirá que están en otra, mucha tele, mucha boludez, te va a costar. Si hasta trabajan con los auriculares puestos, aislados del mundo.

—Haré lo posible para que entiendan.

—Escuchame, ¿tenés algún panfleto que explique algo?

—No, pero lo puedo hacer en la computadora.

—Traémelo ese día temprano, que acá le saco fotocopias.

—Gracias de nuevo, Suárez. Muchas gracias.

—No me agradezcas. Te escucho hablar y es como si los años no hubieran pasado. Me vuelve a correr la sangre. Quizás no fue al pedo tanta muerte y tanto sufrimiento. Contá conmigo, pibe.

…..

—Y que querés, me negó todo.

—¿Le creíste?

—La verdad es que no, por más que me explicó todo el asunto del mensaje, quién era esa Susy y por qué se lo había enviado. No sé, hay algo en su mirada, en el tono de la voz, que me da que pensar.

—¿Y qué pensás hacer?

—Por ahora, estar atenta y acomodar mis ideas.

—No hagas ninguna tontería, nena.

—No te preocupes. Gracias por estar.

—Te quiero, tonta, y quiero que estés bien. Te lo merecés.

…..

Ari tenía una idea que se había convertido en una obsesión. Quería convencer a Pepe para que, además de hacer la revolución social, hiciera su propia revolución personal. Tenía que presentarle una mujer que lo ayudara a descubrir el mundo sexual. Pensaba que recién en ese momento su amigo podría ser un hombre hecho y derecho, como le había dicho su padre en esa charla que tuvo con él hacía más de diez años.

“Pobre Pepe —pensaba Ari— él se crió con Elena. Ella es una muy buena madre, pero hay charlas que solo se tienen con otro hombre, y si ese hombre es el padre, mucho mejor”.

Aunque era más joven que el amigo, tenía veintisiete, su pensamiento era bastante tradicional, venía de una familia de clase media, de tradición judía, y por más que renegaba de los duros conceptos y creencias religiosas de sus padres, ellos lo habían criado en un hogar donde se pensaba que el hombre no debe estar solo. “Con ellas es difícil vivir, sin ellas sería imposible” siempre le decía su padre.

Ari se sentía responsable de tener una charla de padre a hijo con Pepe. Un padre cuatro años menor que el hijo.

…..

—Pero mi jefe me pidió que le enviara un telegrama de re­nuncia.

—Te entiendo, pero ¿vos querés renunciar? ¿Tenés otro tra­bajo?

—No.

—Y entonces ¿por qué lo hacés?

—Es que él me dijo que ya no me necesitaba.

—Entonces te tiene que despedir. Mirá, en un rato cerramos. Si querés, esperame en el bar de la esquina y te explico mejor. Si no quedás conforme con lo que te digo, venís mañana temprano y le mandás el telegrama. ¿Te parece bien?

—Bueno, parece que usted sabe de esto. Está bien, lo espero en el bar. Mire que no tengo plata.

—No es por plata, es una cuestión de principios y de justicia. No te preocupes, el café lo invito yo.

—¿Puede ser una coca? No tomo café.

—Sí, dale. Ahora voy.

—Vos seguí así, boludo. ¿Por qué no te ponés un consultorio sentimental? Quizás hasta enganchás alguna mina.

Ari, el solidario, te voy a bautizar.

—Y a vos Pepe, el bolú. Parecido al zorrino de los dibujitos. Bueno, en realidad no tanto, el bicho ese se la pasaba tratando de darle a la gata. Che, ¿no serás trolo vos?

—Sabés que me gustan las mujeres, solo que no se me dio todavía, nada más.

—Eso de “no se me dio” parece el discurso de un burrero después de pasarse el día en el hipódromo, en el micro de vuelta sin un mango en el bolsillo. Pepe, estas cosas no se dan, tenés que buscarlas.

…..

—Pensé que no venía.

—Disculpame. Tuve que hacer la caja, había una diferencia, fal­taban noventa pesos.

—Está bien. Por favor, cuénteme cómo es eso del despido.

—Me podés tutear; decime Pepe.

—Mucho gusto, Pepe, yo soy Maxi —le contestó el joven estre­chándole la mano.

—Mirá, Maxi, la cosa es sencilla. Si tu jefe quiere que te vayas, te tiene que despedir. Tiene que enviar un telegrama de despido y, según lo que me dijiste, si no tiene motivos para echarte, te debe pagar lo que manda la ley. ¿De qué gremio son en la empresa?

—No sé, venden repuestos de tractores.

—Deben ser de comercio. Te recomiendo que vayas al sindi­cato. Ellos te van a asesorar mejor, van a calcular lo que te corres­ponde cobrar.

—Y si no renuncio, ¿qué me puede pasar?

—Nada. Como mucho te van a echar. Si vos renunciás, perdés todos tus derechos a una indemnización, o sea, te pagan el sueldo de este mes y nada más. Si te despiden, te tienen que pagar el valor de un mes de sueldo por cada año trabajado más lo que te corresponda por aguinaldo y vacaciones. Una pregunta, ¿en tu re­cibo de sueldo dice lo que cobrás, o tiene un valor menor?

—No sé, hace tres meses que no me lo dan. Pero antes decía que trabajaba media jornada, y en realidad trabajo diez horas.

—¡Qué hijos de puta! Perdón, Maxi, sé que es una grosería, pero estas cosas me sacan, me indignan.

—Está bien. Yo te agradezco mucho. Mañana temprano voy al sindicato, aprovecho que tengo que trabajar en el turno de tarde.

—Lo que necesites, contá conmigo.

…..

—Hola.

—¿Elena?

—Sí, ¿quién habla?

—Claudia, la novia de Ari, el amigo de Pepe.

—Hola, linda, ¿cómo estás?

—Bien, bueno, más o menos.

—¿Qué te pasa, nena?

—Mire, la llamo porque quiero preguntarle algo. En realidad no sé con quien hablar y se me ocurrió que quizás usted, bueno, si no es mucha molestia, me podría ayudar.

—Dale, nena ¿qué pasa?

—Vea, Elena, en realidad usted puede pensar que yo soy una tonta, después de todo nos conocemos muy poco. Digo, si no me sintiera tan confundida, no la molestaría, disculpe…

—Ay nena, cuánto misterio. Relajate, si se te ocurrió llamarme es por algo. Tranquila, decime qué te sucede.

—Es Ari.

—¿Le pasó algo? ¿Está bien?

—Sí, no se preocupe. No es eso.

—Y entonces…

—Lo que pasa es que creo que Ari anda en algo, con otra mujer, eso es.

—¿Ari? ¿Segura?

—En realidad no estoy segura de nada. Lo veo poco. Siempre tiene algo que hacer, entre el trabajo y la facultad casi nunca está para mí. Por eso la molesto, para preguntarle si usted sabe algo.

—¿Yo? No, la verdad que ni idea. Hace bastante que no lo veo.

—¿No estuvo el lunes en su casa?

—¿El lunes? Yo no lo vi. Pero esperá, el lunes fui a pilates después del colegio, llegué a casa como a las nueve y media. Pepe estaba solo en su habitación, escribiendo.

—Porque a mí me dijo que cenaba con Pepe, que lo iba a ayu­dar con algo, no me dijo con qué.

—Quizás vino antes, pero cenamos los dos solos y después Pepe se fue a su habitación a seguir escribiendo. Yo vi una película, me acosté como a las doce y media. Después no sé. Pero acá no cenó.

—Entonces tengo motivos para desconfiar.

—Bueno, mirá, que no haya cenado acá no quiere decir que haya salido con otra. No te atormentes, no sirve. Tranquilizate.

—Pero no sé qué pensar.

—Calmate. ¿Por qué no hablás con él?

—Ya hablé. Bueno, le pregunté si había otra y me lo negó. Pero la verdad es que mucho no le creí, no sé, había algo en su mirada que no me inspiraba confianza. Está bastante cambiado.

—Mucho más que sugerirte que vuelvas a hablar con él no te puedo decir.

—¿Usted puede preguntarle a Pepe? Digo, si sabe algo.

—Bueno, está bien. Dejame ver qué puedo hacer. Llamame ma­ñana y te cuento.

—Gracias, Elena. Muchas gracias.

—No tenés que agradecer. Todavía no te ayudé en nada. Tran­quilizate.

—Bueno, mañana la llamo. ¿A esta hora?

—Sí, entre las seis y media y las siete, que estoy sola.

—Gracias. Hasta mañana, Elena.

—Hasta mañana, linda. Y relajate.

—Bueno, parece que me toca el turno de hacer de sicóloga y de investigadora. Primero Clara y ahora esta chica. Sigo pensando que mejor sola… musitó Elena mientras colgaba el auricular con la promesa de averiguar algo que confirmara, o diera por tierra, las sospechas de la joven.

…..

13 de mayo del 2010, jueves de mañana

Desde la noche anterior, Pepe no podía pegar un ojo. Sentía una rara mezcla de ansiedad, tensión y alegría ante la inminente reunión con los compañeros del centro de distribución.

Esa mañana, y debido a su cúmulo de sensaciones, se levantó con una fuerte descompostura, retorcijones incluidos, por eso ese jueves no fue a trabajar, muy a pesar de él mismo.

Faltar al trabajo producía en Pepe sequedad en la garganta, tensión en los hombros y hasta llegaba, ocasionalmente, a sentir palpitaciones. Para él había una sola cosa más importante que el cumplimiento, y eso era lograr hacer realidad su sueño libertario, o como a él le gustaba nombrarlo, “el principio del cambio de los paradigmas burgueses”. Este fin bien valía que ese día incumpliera sus obligaciones laborales.

Cuando Elena se levantó y vio a Pepe en pijama, sentado en la cocina tomando un té con limón, rodeado de papeles, anotaciones, libros y varias lapiceras de colores, no pudo disimular su sorpresa y preocupación. A esa misma hora él siempre estaba listo para salir al trabajo.

—¿Qué pasa, bebé? ¿Te sentís mal?

—Hola, má, ya te dije un montón de veces que hace rato no soy un bebé. Sí, me siento mal, bastante descompuesto, hoy me quedo.

—¿Tomaste frío? ¿Te pasó algo?

—Estoy nervioso. El martes tengo una reunión importante con la gente del centro de distribución. Eso se ve que me afecta. Me quedo, descanso y de paso termino de armar el material para la reunión.

—¿Reunión de trabajo?

—De militancia, má. Quiero que los compañeros entiendan que si no empezamos a trabajar para un cambio de raíz, siempre vamos a estar igual, sometidos.

—Me gustan tus ideales, siguen intactos, el sistema no pudo con vos.

—Ni va a poder, nunca. Estoy convencido de que si nos queda­mos con los ideales guardados. y los brazos cruzados, no hacemos nada para llevarlos al terreno de los hechos. Por eso quiero pasar a la acción.

—¿Tenés apoyo? De algún compañero o de alguien.

—Ari habló con el jefe del centro de distribución, Suárez se llama. Le contó lo que yo quería hacer. Suárez dijo que lo llamase, lo hice el miércoles.

—¿Y qué te dijo?

—Me dio su apoyo. Él me arma la reunión el martes a las cua­tro de la tarde, cuando están todos. A esa hora los carteros ya están de vuelta del reparto. Me dio la impresión de que Suárez fue militante, parece un buen tipo.

—¿Necesitás ayuda? ¿Puedo hacer algo?

—Gracias, má, por ahora me arreglo. Si veo que la gente res­ponde, había pensado que quizás me puedas dar una mano en la escuela, donde vos trabajás.

—¿La escuela? ¿Qué tenés pensado?

—Mirá, una revolución necesita de dos tipos de personas. Por un lado, hacen falta los que están dispuestos a entrar en acción y, por otro lado, gente con capacidad de conducción, que puedan aportar al debate de ideas. Por eso pensé en maestras y maestros, gente preparada para comunicarse con grupos de personas y que además tengan necesidades insatisfechas por ser trabajadores.

—Mirá, Pepe, muchos de los que conozco tienen la postura de dejar las cosas como están. Tienen hipotecas, autos, les gusta poder comprar un plasma, un celular con Internet o tomarse dos meses de vacaciones. No sé a cuántos vas a poder encontrar que compartan tus ideas.

—Igual lo quiero intentar. ¿Me vas a dar una mano?

—¡Por supuesto! Vos decime cuándo. Si querés, puedo empezar a comentar algo.

—¡Esa es mi madre! Esperame hasta después de la reunión en el correo.

“Sicóloga, investigadora y ahora también revolucionaria”, pensaba Elena mientras escuchaba a su hijo.

—Pepe, tengo que preguntarte algo. La verdad es que no lo iba a hacer tan directo, pero a vos no te puedo dar vueltas.

—¡Cuánto misterio! ¿Qué pasa, má?

—Es sobre Ari.

—¿Ari?

—Sí. Ayer me llamó Claudia, la novia…

—¿Para?

—Anda preocupada. Bueno, preocupada es una forma sutil de decirlo, sonaba más bien perseguida. Piensa que Ari la engaña.

—¿Y por qué te llamó a vos?

—Para preguntarme si el lunes Ari había estado cenando acá, con vos.

—El lunes… El lunes yo estuve acá, escribiendo. Me acuerdo porque estuve todo el día con algunas ideas en la cabeza, por eso vine directo del trabajo. ¿Y por qué no le pregunta a él?

—Ya lo hizo. Dice que le negó que haya otra. ¿Vos sabés algo?

—¿De qué Ari tenga otra? No, ni idea. Él no suele contar mucho de sus cosas personales, con esos temas es más bien reservado.

—Pero ustedes hablan bastante, son amigos.

—Sí má, pero no sé nada. Que Claudia haga o piense lo que quiera, pero te aviso de que yo no me meto en el medio, esas cosas terminan mal.

—Tenés razón. La tendrías que haber oído, está muy perse­guida, nerviosa, no sabe qué hacer.

—No es nuestro tema, má.

—Está bien, está bien. Solo que me pongo en su lugar, eso.

—No estás en su lugar.

—Bueno, vos tampoco estás en el lugar de las masas oprimidas y, sin embargo, querés hacer algo.

—Es distinto… Y yo sí que estoy cerca de los trabajadores, me identifico plenamente, soy uno más.

—Y yo con Claudia, lo que le pasa a ella me podría pasar a mí.

—Lo que les pasa a los trabajadores también te pasa a vos. Y eso no es condicional, es real.

—Pará, Pepe, no todo es hacer una revolución. A la gente, a nosotros, nos pasan cosas todos los días, cosas más pequeñas que una revolución, pero muchas veces más profundas, como estar enamorada.

—Má, no hay nada más profundo que una revolución. Ella es el cambio total, cualquier otra cosa, grande o pequeña, girará a su alrededor. El cambio es necesario, imprescindible. No podemos seguir así, con todo como está establecido. Hay que producir una ruptura en este sistema, después habrá tiempo para todo lo demás. Y sobre el amor, no hay acto de amor más profundo e intenso que una revolución; justamente de amor y de odio se trata.

—¿Sabés algo? Te discuto y con tu respuesta confirmo que te entiendo y que te seguiré apoyando. Cuando yo pude hacer algo, no se podía hacer nada. Los ideales quedaban bien guardados; si llegaban a salir a la luz y se daban cuenta, estabas en problemas. Y yo no me podía dar ese lujo, tenía un hermoso bebito que cuidar.

—Sí, ya sé, pero el bebito creció.

—¡Qué tarde se me hizo! No importa, esta charla valió la pena, hijo. Desayuno en la escuela.

—Que tengas un buen día, má.

—No lo dudes, ya empezó bien.

Cuando Pepe se quedó solo pudo volver a concentrarse en la reunión del martes. En los últimos meses había juntado bastante información sobre el deterioro permanente, y constante, de los salarios en los últimos quince años. Tomó la decisión de poner como fecha de inicio de la recopilación de material el año 1985. Por más que no congeniaba ni compartía casi nada con el gobierno radical que asumió en 1983, posdictadura asesina, definió los dos primeros años de ese gobierno elegido por la mayoría como pe­ríodo suficiente para, aunque fuera, proponer algún cambio en el sistema. Aunque en su fuero íntimo sabía que ese gobierno de ti­bios no haría nada innovador, había prometido bastante en la campaña electoral y, con la oposición debilitada (el partido oposi­tor principal —el justicialismo— venía de su peor fracaso como go­bierno devenido en una derecha represora), tuvieron la oportunidad histórica de producir algún cambio, pero fueron incapaces. Y esa no fue la única vez: la historia se repetiría quince años después. En el medio, otro fracaso: el primer caudillo pro­vincial en llegar al poder defraudaría en sus dos períodos de gobierno; seguiría con el modelo y lo potenciaría hasta niveles increíbles, sirviendo (de servidumbre) a los sucios intereses del imperio. Luego pasaron varios presidentes, algunos duraron un día, hasta que comenzara —en 2003— el período que más cambios produjo en la economía nacional, llevado adelante por un exgo­bernador y su esposa. Si bien durante los primeros años el país re­puntó, los cambios de fondo nunca se llegaron a producir la política siguió en manos de inescrupulosos que solo buscaron el bien propio. La economía de este período funcionó a fuerza de asistencialismo, subsidios y negación de la realidad. Para Pepe, otra profunda desilusión.

—¡Qué bueno, Janis Joplin en la radio! Lástima que en seguida pasarán una publicidad de líquido lavavajillas. Una de cal y muchas de arena, ¿y el cemento para cuándo? —se dijo a sí mismo en voz baja.

Lo que más le indignaba era el hecho de que cada nuevo gobierno no propusiera nada. En realidad, proponer, siempre pro­ponían, prometiendo en sus campañas un paraíso, pero gradual y permanentemente se continuaba favoreciendo a los mismos inte­reses, regalando nuestras riquezas naturales y, fundamentalmente, las humanas: espaldas, brazos y capital intelectual del pueblo; y que con ese regalo constante se continuara condenando a las futuras generaciones al sometimiento y a la degradación.
Y encima este regalo se pagaba, ya que cada gobierno reconocería la deuda fraudulenta contraída con los buitres internacionales. Asco, eso sentía. Y ese asco lo acercaba cada vez más al odio, y el odio era puro amor.

Con esos datos de esta década y media, y su profundo convencimiento, encararía la reunión en el correo. Sabía que no podría evitar sus sentimientos, se conocía. Decidió no ir contra sí mismo. Lo único que intentaría sería comenzar la charla con tran­quilidad, exponiendo el conflicto para recién después plantear la posible solución. En ese momento podrían aparecer sus sentires, recién allí, de lo contrario la gente se alejaría, lo podrían ver como alguien peligroso. Y él no era un individuo peligroso para sus compañeros, lo era para el sistema. Cuando se pensaba en ese rol, se veía invencible. Ese era el verdadero Pepe, el que sentía orgullo de ser él mismo.

—¡Lástima que los superhéroes sean siempre imperialistas!
—dijo en voz alta y con bronca.

…..

—Hola.

—¿Qué acelga? ¿Te duele la pancita?

—Hola, Ari. Sí, ando medio descompuesto, estoy entre nervioso y ansioso.

—Me imaginé. Para que vos faltes al laburo tiene que haber un gran motivo… ¿Algo parecido a una revolución, o la pusiste?

—Desde anoche, casi no dormí. Sí, es por lo del martes, estoy con eso.

—¿Necesitás algo? ¿Unas buenas tetas quizás?

—No, gracias, Ari.

—¿Vas a estar a la tarde? Así paso un rato, por unos mates. Si te sentís mejor, si no con un vaso de sevenap dietética sin gas me conformo.

—Dale, venite. ¿A qué hora salís?

—A eso de las siete, quizás antes. Hoy no vino mi jefe, si puedo me rajo temprano.

—Ojo, Ari. Dejá la caja hecha y los giros sellados y…

—Sí, papá, voy a hacer la tarea. Te veo después.

—Dale, abrazo.

—Otro.

…..

—Necesito hablar con vos, Elena.

—¿Clara? ¿Qué pasa? Estoy en la escuela, atendí porque justo es hora libre.

—¿Podés hoy?

—Salgo a las cuatro y media. Si querés, te veo en el barcito, frente a la escuela.

—Dale, gracias.

—Ahora también hago terapia de urgencia, y lo peor es que me está gustando —se dijo la maestra a sí misma, como si hablara con una amiga.

…..

13 de mayo del 2010, jueves de tarde

—¿Quién es?… Bajo a abrirte.

Mientras Pepe esperaba el ascensor pensaba que no tenía galletitas para el mate, solo había de las de salvado de Elena, pero esas eran como decía él mismo “in-co-mi-bles”, con la separación silábica bien marcada. Se le vino la imagen de unas medialunas recién horneadas; en ese momento se dio cuenta que ya se sentía mejor. El hecho de haberse quedado en casa, preparando la reunión del martes, y la dieta autoforzada, surtió el efecto espera­do, y ahora tenía hambre.

—Hola, Ari. Pasá.

—Tomá, Pepe. Como a vos te gustan, de grasa y calentitas.

—Sos un genio. Me conocés bien.

—Y sos mi amigo, mi jefe y me das consejos de padre, ¡como para no conocerte! ¿Te sentís mejor?

—Sí, mucho mejor. Más tranquilo y con hambre.

—Buenísimo. No tenía ganas de sevenap. Ahora te preparás unos amargos y le hacemos el honor a estas preciosuras.

—Dale, tengo yerba misionera, de la que está estacionada y secada al sol. Bien gustosa, suave y nada ácida.

—Justo lo que me recetó el médico para después del laburo: mate, medialunas y una buena charla. ¡Ah!, antes de que me olvi­de. Vino un chabón, un tal Maxi, te buscaba. Me lo pasaron a mí. Me dijo que te diera un abrazo, que estaba muy agradecido por lo que le dijiste del laburo y sobre el hecho de que no renunciara. Fue al sindicato y le dijeron lo mismo. Si lo rajan, le corresponden como veinte lucas. El pibe estaba feliz, dijo que ni loco renunciaba. También te trajo bizcochitos de grasa, de regalo. Estaban ricos, tomá, te traje la bolsita, quedaron dos.

—¡Sos increíble! Eran para mí.

—Bueno, te compro un paquete. Estaba cagado de hambre, vi­no como a las doce.

—No, dejá. No es por los bizcochitos. Estas cosas me emocio­nan y confirman que estoy en el camino correcto. Si ese chico no se enteraba de sus derechos, iba a ser otra víctima más de este maldito sistema.

—Sabés, te voy a terminar dando la razón.

—Sí, lo sé. Sé que vas a luchar en esta revolución. Estoy seguro de eso.

—¡Pará! Momentito. A mí eso de luchar mucho no me cabe. Te doy la razón y te apoyo. Si querés, te armo un perfil o mando mails convocando. Hasta podría hacer prensa, pero la lucha no es para mí.

—Ari, entendé que la lucha es cosa de todos. Y luchar no es solo tomar las armas, hacer la prensa y comunicación también es una forma de lucha.

—Che, me gusta. En esa me prendo. ¿Cómo me ves? El RR. PP. de la revolución.

—Pará, loco, hay cosas que definir y condiciones que conversar.

—Sos el líder revolucionario, vos mandás.

…..

—¿Y vos lo conocés?

—Sí, trabaja en el mismo correo que Ari. Estaría bueno que se conozcan, podríamos salir los cuatro.

—No sé, estoy en un momento complicado..

—Vas a ver que te gusta. Es bastante intelectual, justo para vos.

—Bueno, una salida. No te prometo nada…

Los motivos que llevaban a Claudia a que Silvia y Pepe se conocieran eran bastante más amplios y complejos que lo que la morocha de ojos pardos podía imaginar. Si bien era cierto que Claudia conocía la realidad del revolucionario con respecto a las mujeres, también deseaba acercarse a Ari, a quien perdía poco a poco. Por eso pensó que Silvia podía servir a ambas causas, una mujer para el hombre solo y salidas en grupo, lo que le aseguraría compartir más tiempo con Aarón. Solo faltaba lo más difícil, que Pepe se interesara por la amiga. Resolvió no contarle nada a nadie, lo haría a su estilo.

…..

—Buenas tardes, ¿le traigo la carta?

—No, está bien. Espero a una amiga y le pedimos juntas.

—Cómo no, señorita.

—Gracias.

Mientras Elena esperaba a Clara pensaba en Claudia. Esa si­tuación le traía recuerdo de cuando el padre de Pepe la abandonó. Ella estaba embarazada de dos meses, luego de escucharla senci­llamente desapareció. Ni los padres sabían dónde se había ido, o por lo menos eso dijeron. Con el tiempo comprendió que, por más dura que hubiera sido esa época, había construido su vida sin de­pender de nadie. Eso la hacía sentir plena y muy satisfecha. Desde ese momento no sintió necesidad de la compañía de un hombre, se dedicó a su profesión y a la crianza de su hijo.

—Hola, nena, ¡qué pensativa estás! ¿Te pasa algo?

—Siempre pasa algo. El día que no me pase nada va a ser muy triste, y si ese día llega, lo que me va a pasar será eso, nada.

—Y eso que te pasa, ¿querés compartirlo?

—Pensaba.

—Sí, me di cuenta. ¿Te acordás de que esta conversación empezó cuando entré y te vi pensativa?

—Sí, claro.

—No, Clara.

—Tonta. Bueno, contame. Me dejaste intrigada con tu llamado telefónico.

—Conocí a alguien. Por eso no fui a la escuela.

—¡Contame! ¿Quién es?

—Ayer, cuando salí del colegio, en el súper.

—Si va al supermercado, solo puede ser por dos motivos. Vive en soledad o compra para la familia

—Tres motivos… O trabaja allí.

—¿Trabaja en el súper?, ¿en cuál?

—En lo del chino, a la vuelta de casa, en la caja.

—Si es cajero en un supermercado chino… ¿Es el dueño?

—¿Quién te mencionó el pronombre él?

—Pará, pará, pará… ¿Es “ella”?

—Sí.

—Y vos, ¿desde cuándo?

—Desde ayer. Me atrajo, sonreímos. Me pareció muy dulce.

—¿Edad?

—Veintidós.

—Clara, podría ser tu hija.

—Pero no lo es.

—Mmmmm, esta charla parece de hombres.

—Me hacés reír.

—Bueno, ¿y cómo fue? Digo, ¿qué pasó?

—Todo empezó en la caja. Como no había gente, hablamos un rato. Está sola, sin pareja. Me dijo que ya me había visto y que le llamó la atención mi mirada. Se llama Silvia.

—Esperá, Clara. ¿Cómo fue que llegaron a ese momento? A que te dijera que le gusta tu mirada y a que te cuente cosas de ella.

—La verdad, no sé. Lo que recuerdo es que ella estaba pasando las cosas que compré por el lector de precios y de repente nos estábamos mirando a los ojos. Sentí cosquillas, acá en la panza. Cuando empezó a hablarme me acaloré, estaba excitada, caliente.

—¿Todo eso te pasó? ¿Cuánto tiempo estuvieron hablando?

—No sé, diez minutos…

—Bueno, parece fuerte lo que les pasó. ¿Y entonces?

—Hoy vino a casa cuando Carlos se fue a trabajar. Nos queda­mos juntas hasta hace un rato, cocinamos y…, bueno, pasó.

—¿Y cómo te sentís?

—Mejor que nunca.

…..

Luego de la visita de Ari, el historiador se quedó motivado. El hecho de haber evitado un despido encubierto le inyectaba más fuerzas en las venas. Mientras pensaba en ese joven y en todos los que a diario sufren abusos de la patronal, garabateaba en un papel “todo lo que existe merece perecer”.

Del mismo modo en que Marx se dio cuenta de que la revolu­ción no podría producirse solamente por un esfuerzo de voluntad, sino que debía darse a partir de condiciones reales, Pepe, en su trabajo de investigación, reveló la realidad actual de los asala­riados encontrando infinidad de motivos para seguir adelante con su causa.

Después de todo, la relación actual entre los capitalistas y los proletarios no dista mucho de la que existía en el pensamiento de Hegel, entre el señor y sus siervos. Hoy los empleados son siervos del mercado de consumo, del imperio del plástico como medio de pago y esclavitud financiera y del pensamiento simplista de “si fulano lo tiene, yo lo quiero”. Muchos paradigmas por cambiar, mu­chos fantasmas por vencer, demasiados engaños por descubrir y mucha televisión por apagar.

Mientras acomodaba sus ideas, Pepe escuchó las llaves abrien­do la puerta del departamento: era su madre.

—Hola, bebé.

—Ma…

—¿Cómo te sentís?

—Bien, ya estoy recuperado. Vino Ari y trajo medialunas, me comí seis.

—¿Te hizo bien descansar, relajarte?

—Sí, me hizo bien concentrarme en el material que estoy pre­parando para la reunión del martes con los muchachos del correo.

—Y sí, cuando hacemos lo que queremos nos sentimos bien. Te hace falta ocuparte más de vos mismo, trabajás mucho.

Mientras charlaban, comenzó a sonar el teléfono. Elena se diri­gió al living para atender.

—Hola… Sí, ya te paso— Mientras tapaba el auricular con la mano izquierda le dijo, en voz baja a su hijo— Es Claudia, la novia de Ari.

—¿Claudia, para mí?

La madre le contestó levantando las cejas y los hombros, mientras, con ambas manos, le acercaba el teléfono.

En realidad, Pepe nunca había hablado con Claudia, solo algún saludo las pocas veces que la joven fue a buscar a Ari al correo. Por ese motivo la llamada lo sorprendía.

—Hola… No, está bien, no estoy ocupado, puedo hablar.

Claudia le comentó que el sábado siguiente cantaba una amiga en un bar. Ella iría con Ari y le preguntó si quería ir con ellos. La cantante interpretaría blues y, como a él le gustaba el jazz, pensó que le podía interesar. También le confesó que las cosas con Ari no estaban bien, y que si él aceptaba la invitación, ayudaría bastante. Lo que no le dijo fue que luego del espectáculo le presentaría a Silvia, la cantante, su amiga.

Pepe pensó un momento y le contestó.

—Mañana te confirmo, le aviso a Ari. Gracias por la invitación.

Mientras colgaba el auricular, le comentó a su madre.

—Me invita a ir a un espectáculo de blues, el sábado. No sé si ir, la verdad es que no tengo ganas.

—Andá. Te viene bien despejarte, liberar un rato las ideas ayuda a una mejor concentración. Lo del correo es recién el martes, tenés tiempo.

—Puede que tengas razón, má.

—¿Querés fideos con tuco?

—Dale, con mucho queso rallado.

…..

14 de mayo del 2010, viernes de mañana

El viernes, Pepe llegó al trabajo más temprano que de cos­tumbre. Sabía que seguramente habrían quedado cosas sin termi­nar del día anterior, y no se equivocó. Cada vez que él faltaba, que­daba algo pendiente, esta vez unos veinte telegramas sin enviar por fax. “Apenas llegue Ari se lo digo, él es el responsable cuando no estoy”, pensaba a medida que las hojas entraban en la máquina, una a una, y su bronca aumentaba; recién con el último vestigio de papel se tranquilizó. Después de todo, por más que se enojara con el amigo, nada cambiaría. Ari no asumía las responsabilidades laborales del mismo modo que él. Para el joven estudiante de mar­keting, el correo era un trabajo de paso en cambio, para Pepe for­maba parte de una elección, ya que le serviría como plataforma para desarrollar su gesta.

A eso de las nueve y media llegó Ari: vestía una campera a cuadros y anteojos de sol. Entró a la sucursal cantando a viva voz, casi a los gritos; los auriculares emitían un sonido monocorde y rítmico que Pepe escuchó desde el mostrador. Cuando vio al amigo, levantó la mano izquierda con el puño cerrado. Pepe lo miró y le contestó con una sonrisa: sabía que ese saludo contenía partes iguales de ironía y admiración.

—¿Cómo va la mañana, comandante?

—Bien, Ari. Te olvidaste de mandar estos telegramas. Por favor, cuando no esté, poné más atención.

—Ok, jefe, así será.

—Ayer me llamó Claudia, me invita a que los acompañe a un recital de blues en un barcito, el sábado. Si te parece bien, decile que voy con ustedes.

—Buenísimo. No estaba enterado, pero me alegra que podamos compartir una salida. Voy a avisar, aunque no tengo ni idea de dón­de será, que vayan enfriando mucha cerveza negra, así brindamos por la revoluta. Che, vamos en mi auto, en tu Zanella no entramos los tres. Prometo no poner cumbia, así disfrutás del viaje.

—Como digas Ari, como digas.

…..

15 de mayo del 2010, sábado de tardenoche

Cinco minutos antes de las diez de la noche, mientras Pepe se termina de recortar la barba, recibe el llamado de Ari para avisarle que a eso de las once lo pasarán a buscar para ir al bar; tocarán dos veces el timbre y lo esperarán abajo, en el auto. Lo que Pepe no sabe es que Claudia tiene planes para él y su amiga Silvia, la morocha que esa noche brillará a ritmo de blues. Mientras se ter­mina de atar su largo pelo negro, con algunas canas que le dan un perfil de entre músico de rock e intelectual de izquierda, piensa en su proyecto de cambio social, en la reunión del próximo martes con los muchachos del correo y en que tiene muchas ganas de disfrutar las cervezas negras prometidas por el amigo para esa noche. A las once suena el timbre y Pepe baja sin atender el portero eléctrico. Seis pisos por la escalera, el ascensor está atorado en el noveno. “Un poco de ejercicio no viene mal antes de salir”. En el auto lo esperan Ari y Claudia; media hora después se encuentran sentados en una mesa del bar, al lado del pequeño escenario. Dos botellas de esnéider negra, bien fría y espumosa, una bandeja de maníes con cáscara y a esperar el espectáculo.

La cabeza de Pepe sigue en otro lado: se ve a sí mismo frente a los compañeros del Correo, explicándoles el porqué de sus plan­teos. De fondo Dexter Gordon y la magia de su saxo, Pepe se trans­porta con la melodía. Tanto que casi no se da cuenta cuando sube la banda de blues a escena. “Maldito piano” suena y la voz de la morocha rompe con el murmullo, los primeros acordes despiertan la sensibilidad de sus oídos y captan la atención de los presentes.

En la otra punta del bar, entre el público, se encuentra Maxi, el joven al que Pepe asesoró unos días antes en el correo sobre el telegrama de despido. Cuando ve a quien lo ayudó desinteresa­damente, trata de acercarse, pero se da cuenta de que no es el momento, luego de que finalice el recital irá hasta la mesa para agradecerle en persona, ya que anteriormente no pudo.

—¿Y te gusta cómo canta?

—La verdad es que me sorprendió, Ari, me gusta la voz y cómo entona.

—Además de su arte, es muy bonita, ¿no te parece, Pepe?

—La belleza es una apreciación subjetiva, Claudia. No suelo ca­lificar a la gente por su apariencia exterior, lo importante son sus ideas y acciones.

—¡Buenísimo! Entonces te la voy a presentar, así después de que charles con ella me contestás la pregunta que te hice.

Al revolucionario mucho que digamos no le interesó la pro­puesta de la novia de su amigo. Sus energías están concentradas en la lucha social, “no hay tiempo para distracciones”, pensó.

Media hora después, los artistas anuncian un intervalo. Silvia, la cantante, baja del escenario y se acerca a la mesa para saludar a Claudia, quien, luego de un abrazo, le presenta a Pepe.

—Sil, él es Pepe. Pepe, ella es Sil. ¿Te sentás un rato con nosotros? ¿Qué querés tomar? Ya sé, no me digas, un daiquiri.

—Dale, un daiquiri podría ser. —Mientras le contestaba a la amiga, observó al invitado. “Bastante interesante. Veremos” pensó mientras saludaba— Hola, Ari, hola, Pepe.

—Hola, Silvia —primero habló Ari— che, que bueno sonó.

—Claudia no me mintió cuando dijo que me iba a gustar como cantás —acotó el historiador.

—Gracias, chicos, me van a hacer poner colorada.

Mientras escuchaba esta respuesta, Claudia le hacía una seña con las cejas a su novio, invitándolo a que se separara de esa con­versación. De entre la gente se acerca un joven para hablar con Pepe.

—Disculpame que te interrumpa. ¿Te acordás de mí? El otro día, en el correo, me sugeriste que no mandara el telegrama de re­nuncia.

—Sí, claro que me acuerdo. Maxi, ¿es así?— El muchacho asintió con la cabeza mientras lo escuchaba— Me contó mi compañero que pasaste a agradecerme y que dejaste bizcochitos, y que estaban muy ricos— Mientras decía esto lo miraba fijo a Ari.

—Sí, gracias de nuevo. Me querían hacer renunciar, tenías razón. Averigüé en el sindicato y me corresponden unos cuantos pesos.

—Suele ser así. Los capitalistas solo buscan su conveniencia, poco le importan los obreros. Pero esto va a cambiar, depende de todos nosotros.

—Bueno, yo no los molesto más, solo te quería agradecer.

—A vos. Lo que necesites, sabés donde estoy.

El apretón de manos del joven impactó en Pepe, su expresión se fue transformando del habitual aspecto serio a una sonrisa sutil pero plena de satisfacción. La voz de Silvia lo sorprendió.

—¿Cómo es eso de que vos lo asesoraste? ¿Sos abogado? —preguntó la morocha, fingiendo que no sabía nada sobre Pepe.

—No, trabajo en el correo, con Ari. El pibe estaba a punto de renunciar. Los capitalistas para quienes trabaja son unos cerdos, explotadores, como todos los de su condición.

—¿Capitalistas, cerdos, explotadores? Esas palabras me suenan como pasadas de moda, muy del siglo pasado. Mi viejo hablaba así.

—Te parecerán del siglo pasado, pero cada día son más actua­les. La explotación continúa creciendo, cada vez son más los opri­midos y mucho más poderosos los opresores, pero eso tiene que cambiar pronto, mucho antes de lo que se imaginan.

—¿Cambiar? ¿Qué es lo que va a cambiar? ¿Cómo? ¿Cuándo…?

—Son muchas preguntas que necesitan de muchas respuestas. Si querés, cuando termines de cantar te lo cuento mejor, con más tiempo.

—Dale, en un rato termino. Este tema me interesa, perso­nalmente creo que las cosas ya cambiaron bastante, por lo menos en Latinoamérica, y especialmente en nuestro país.

La morocha vuelve al escenario, el público aplaude y Pepe se queda pensando en estas últimas palabras. Ella piensa distinto que él, y eso a él lo atrae. Normalmente no le agradan mucho los que suponen que el mundo está bien así como está, pero esta vez le pasa algo distinto. Para él, esa mujer tiene algo más que su condi­ción natural, siente que dentro de esa cabeza enrulada pasan co­sas, y quiere averiguarlas. Se siente raro y eso lo motiva aún más a llevar sus planes al mundo de las certezas. Algo importante va a suceder, está convencido, lo siente cerca, vibra en su interior como un llamado sagrado.

—¡Qué ironía! —se dice a sí mismo, él, Pepe, el revolucionario, pensando en acontecimientos sacros. Sí, definitivamente se siente raro.

Casi una hora después, y luego de varios bises, Silvia estaba nuevamente sentada a la mesa con Claudia, Ari y Pepe charlando sobre el show y las reacciones del público; poco a poco los fueron dejando nuevamente solos. Casi sin darse cuenta, se enredaron en una discusión política. Silvia defendía al gobierno actual y la reali­dad latinoamericana; Pepe le explicaba que mientras se siguiera respondiendo a los intereses del capital, nada cambiaría.

—Te lo vuelvo a decir, tu discurso me suena muy fuera de épo­ca. Estamos en medio de la globalización, lo que se produce en un extremo del mundo se consume en otro. Es el momento de Lati­noamérica, este rinconcito del planeta está cambiando y en pocos años será el lugar al que todos quieran venir. Si mirás alrededor, te encontrás con realidades similares. Venezuela, Cuba, Bolivia, Uru­guay, Argentina y, por qué no Brasil, todos cercanos al nuevo socia­lismo del siglo xxi. Acordate de lo que fueron los noventas y mirá la realidad actual.

—En algo coincidimos.

—¿Sí? ¿En qué?

—En que el cambio será un realidad y, que comenzará en este rinconcito del planeta.

—¿Será? ¡Es! Ya empezó, hace ocho años que empezó.

—Lo que empezó hace ocho años es un proceso populista que no se acerca, ni por casualidad, a algo parecido a algún tipo de so­cialismo. En los sesenta y setenta, en nuestra Latinoamérica fue el momento de las dictaduras y el principio de un proceso liberal, que volvió a instaurar el colonialismo conservador; los ochenta y no­venta marcaron la consolidación del liberalismo y de la economía de mercado basada en el consumo; el nuevo siglo trajo aires de su­puesto cambio para que nada cambie. Una pantalla, un poco de gatopardismo, mucho aparato de propaganda y todo sigue igual: los oligarcas son cada vez más poderosos y los trabajadores compran el modelo que baja a través de los medios y que los contenta con el consumo de celulares, zapatillas depor­tivas, redes sociales y tarjetas de crédito. Nada muy distinto a los inicios del siglo xx. ¿Oíste hablar de las luchas sociales? ¿De los anarquistas y los socialistas? ¿Del sindicalismo organizado? Bueno, te cuento que todo eso desapareció, se lo comió el mercado. El menú princi­pal fue el ser humano y la bebida elegida, la sangre obrera. Por eso quiero comenzar un proceso de revolución social.

—¿Y cómo pensás hacerla? ¿Acaso vas a empuñar un arma? Te cuento que eso no sirvió para nada.

—Si hace falta, lo haré, pero creo que el cambio será real re­cién cuando los participantes de la revolución estén convencidos de que hace falta un mundo distinto y una organización social más justa. El proceso no comienza con las armas en la mano, comienza con libros y, quizás, el desenlace sea por el camino armado. Pero eso lo sabremos una vez que estemos en movimiento.

—No sé, Pepe, te escucho así, apasionado, y lo que decís me atrae, pero no pienso igual. Quizás sea tu modo sanguíneo de de­cirlo. No veo la realidad como la ves vos. Igual te confieso algo, esta charla me gusta.

—A mí también, por más que estés domesticada por el sistema.

Luego de un rato más de charla, Pepe se ofreció a acompañar a Silvia a su casa. Ari y Claudia se habían ido sin que ellos se dieran cuenta. La morocha aceptó. Se despidieron coincidiendo en algo: “Nos podríamos volver a ver”.

…..

16 de mayo del 2010, domingo de tarde

—Hola, Sil. ¿Querés ir a tomar algo? Carlos se fue a trabajar, estoy sola.

—Hola, Clara. Dale. ¿Me pasás a buscar?

—¿En una hora te parece?

—Bueno. ¿Sabés? Tengo ganas de verte.

—Y yo a vos. Anoche te llamé al celular, daba apagado.

—Sí, anoche canté en un bar y después salí con unos amigos.

—Estuve sola, quería estar con vos.

—Entonces cambiate rápido y venime a buscar.

La tarde fue intensa y se extendió en una noche apasionada, compartida en un hotel de la zona de Boedo. Clara volvió a expre­sar su deseo de estar más tiempo con la morocha. Le confesó que la quería para ella sola, que los momentos que compartían eran los mejores. También le dijo que pensaba en separarse de Carlos, que no lo soportaba más y que junto a ella estaba conociéndose y por primera vez se sentía plena. Silvia la escuchó atenta y, mientras la acariciaba, le dijo que ella también se sentía cómoda, pero le pedía que no se precipitara, que fueran tranquilas y que disfrutaran lo que estaban viviendo. Después de todo, hacía unos pocos días que se conocían. Estos comentarios de la joven no le cayeron en gracia a Clara: ella, a sus cuarenta y dos, no quería perder ni un minuto; Silvia, en cambio, con sus radiantes veintidós, tenía el mundo por delante.

…..

17 de mayo del 2010, lunes

El lunes, al mediodía, Suárez llamó por teléfono a Pepe y le avisó de que mejor dejaban la reunión con los compañeros del centro de distribución para la semana siguiente. Le propuso el jueves 27, a la misma hora planteada. Le comentó que durante la presente semana estarían con una auditoría y que, seguramente, tendrían que trabajar hasta tarde y estarían de muy mal humor.

—No te conviene agarrar a estos salvajes con ese estado de ánimo, no te van a escuchar, pibe, y lo tuyo les tiene que llegar bien adentro, a ver si de una vez por todas se despiertan y se dejan de boludear.

A pesar del cambio de planes, Pepe se motivó más. Los deseos de Suárez le confirmaron que ese hombre pensaba como él. El día de la reunión iría un rato antes para hablarle e invitarlo a ser un integrante activo en el proceso de cambio.

Ese mismo lunes, 17 de mayo, Ari cumplió veintiocho años y lo festejó entre amigos en un barcito de Palermo. Claudia llegó apenas empezada la reunión, a eso de las diez de la noche, acompañada de su amiga Silvia quien, pensando en la carrera que estudiaba el cumpleañero, le obsequió el Manual de marketing político. Media hora después llegaba al lugar Pepe traía un paque­te envuelto para regalo que le entregó al amigo.

—Hummm, rectangular… ¿Alfajores?

—Abrilo —respondió el revolucionario— Si podés, devorátelo, pensá que son alfajores, alfajores para el espíritu.

Él también había elegido un libro, un regalo pensado espe­cialmente para Aarón con el objeto de concienciarlo y mostrarle por qué esta región está como está, Las venas abiertas de América Latina.

—Gracias, Pepe. Con este título me dan ganas de leerlo, ¿es de terror?

—Bastante, se trata de la historia de cómo los malos some­tieron, como siempre, a los buenos —le respondió con cierta ironía el amigo—. Galeano tardó cuatro años de investigación y reco­lección de la información que necesitaba y unas noventa noches para escribirlo. Tenía tres trabajos y menos de treinta años.

Ari, mientras escuchaba al amigo, se sentía cada vez más a gusto, casi como si las palabras que escuchaba llegaran a su inte­rior acariciándolo. Sabía que si Pepe había elegido ese libro para que él lo leyera, algo tendría en sus páginas: él no hacía un regalo sin pensar en el homenajeado. Mientras sus pensamientos se aleja­ban de la escena y volvían lentamente al lugar, escuchó una frase ya comenzada. Era Silvia preguntándole a Pepe.

—¿… años tiene?

—¿Galeano? Si no me equivoco, nació en mil novecientos cua­renta… Unos setenta años.

—O sea, que este libro tiene cuarenta años. Un poco desactua­lizado, ¿no te parece? En esa época estaban en auge muchos movi­mientos revolucionarios que hoy en día no se podrían sustentar.

Mientras escuchaba las palabras que los labios de la morocha emitían, se sentía muy raro, como dividido en dos Pepes distintos, opuestos. El Pepe de siempre no podía entender cómo una joven que demostraba tener más de una neurona activa podía tener un pensamiento tan retrógrado, liberal en el peor sentido de la pala­bra; el otro Pepe se excitaba al reconocerla tan diferente a él mismo, tan distante, tan poco comprometida con el desarrollo hu­mano, tan convencida de que este sistema está sano, tan en la ve­reda de enfrente, tan hermosa.

—Reaccioná, no es momento de distracciones —se dijo en voz muy baja, casi imperceptible. Su destino era otro. Si realmente quería cambiar algo, debía concentrarse. El inicio de la revolución estaba cerca, lo podía sentir en el aire, en sus venas latinas.

—¿Y entonces…? —terminó la frase la morocha, dejando abierta la pregunta.

—¿Y entonces qué? ¿Acaso vos pensás que las ideas y los idea­les, son cuestiones relativas a una época determinada?

—Sí, sin dudas que es así. Imaginate en pleno siglo veintiuno las ideas de la Santa Inquisición.

—Siguen vigentes, la Iglesia sigue pensando igual sobre los he­rejes, lo que pasa que desde hace un tiempo existe algo llamado derechos humanos que, aunque no los respeten del todo, los hombres que visten sotana tienen que hacer como que sí los consi­deran, aunque en el fondo la gran mayoría siga pensando igual. ¿O acaso no te alcanza con la impunidad con la que se manejan en el mundo, un asquito, un completo asquito, propio de los “torquema­das” contemporáneos?

—¿No se te va la mano con esos pensamientos? ¿No sentís que algo está cambiando en el mundo y sobre todo en Latinoamérica? Desde hace casi una década tenemos gobiernos populares en Vene­zuela, Bolivia, Brasil, Ecuador y acá en Argentina.

—¿En serio te crees eso? ¿Acaso ves algún cambio de fondo? ¿Los pobres dejaron de ser pobres o se los calló un rato mediante limosnas? Hasta que no haya un cambio de raíz, todo seguirá igual, las riquezas en las mismas manos y la miseria en los mismos cuerpos.

—¿Y nosotros, los del medio?

—No hay nosotros, no hay nada en el medio. Somos lo mismo que los que menos tienen, tan solo seguimos subsistiendo un rato más porque a los que manejan los hilos les sirve.

—Tenés un pensamiento fatalista, Pepe, muy cerrado como pa­ra ver los cambios reales. Hace años que dejamos de estar cerca de la miseria. Desde el dos mil tres tenemos un futuro, lo estamos construyendo día a día.

La conversación llegó a un punto en el cual Pepe sintió que no avanzaría, y menos con la música que sonaba de fondo, animando la reunión. Mejor dejaban esa charla para otro día, café de por medio. Se lo hizo saber a la interlocultora, dejando implícita la invitación para volver a verse. La joven asintió con una hermosa sonrisa que él fotografió en sus retinas.

Una hora después le dijo al amigo que se iba para su casa, lo abrazó volviéndole a desear un feliz cumpleaños y le sugirió al oído que al día siguiente no fuera a trabajar, que ese era otro regalo de cumpleaños.

—¿Sabés que sos un groso, Pepe? Un viejo obstinado, a veces medio amargo y calentón, pero un tipazo. Te quiero, sos como mi viejo y mi hermano, pero mejor.

La sonrisa del amigo sirvió como gesto de despedida de los presentes. A sus espaldas, los parlantes invitaban a bailar.

—Llegó el momento que tanto me gusta —pensó, irónico, mien­tras salía a la fresca y lluviosa noche.

…..

20 de mayo del 2010, jueves de tarde

La conversación entre Pepe y Silvia continuó el jueves. El miér­coles, ella lo llamó por teléfono y le dijo que al día siguiente tenía que hacer unos trámites cerca de donde él trabajaba, que si le pa­recía bien lo esperaba en el bar de la esquina y, café de por medio, continuaban con la charla trunca. Sin mucho tiempo para pensar debido a la sorpresa que le causó el llamado, le dijo que sí, que a las siete de la tarde terminaba en el correo.

—¿Me podés decir por qué le dije que sí? No me tengo que distraer, tengo que concentrarme en lo que realmente me interesa.

—Un polvito, Pepe, un polvito, no más.

—¿De qué me hablás, Ari? Si solo vamos a tomar un café y a charlar un rato.

—Y entonces relajate, charlar un rato con una mina no te va a sacar las fuerzas para cambiar el mundo. O te pensás que Fidel Castro no se echaba uno cada tanto.

—¡Bueno! Por lo menos ya sabés el nombre de algún líder de la revolución, vas mejorando.

—No te hagás el boludo, Pepe, a la morocha le gustás y ella te atrae, dale para adelante, hermano.

—En algo tenés razón, me atrae cómo piensa, quiero entender por qué una mujer joven e inteligente ve el mundo desde el lugar que ella lo hace.

—Sí, además tiene dos buenas tetas que también te miran cuando vos le hablás.

—Mejor andá a buscar formularios de giros postales al depósito y repartilos en las cajas, que casi no quedan. Y ya que vas, traé etiquetas para franqueos y bolígrafos.

—Sí, señor jefecito, cambie el tema, hágase el dolobu.

…..

Esa mañana, Silvia avisa a Clara de que no podría verla a la noche. Que la disculpara, que ella también tenía ganas de sentir su piel cerca, pero que tenía que ensayar. A Clara la excusa le sonó vacía, pero decidió hacer como que no tenía mucha importancia. Sabía que si se enganchaba en sus pensamientos tortuosos, la que lo pasaría mal sería ella misma. Pero, por más que lo intentó, no pudo dejar de pensar en la amante: extrañaba el olor de su cuerpo, su respiración cerca y el buen humor que la caracterizaba y que tanto bien le hacía. Fue una noche larga, de desvelos y de películas malas en el cable.

Silvia llegó al bar a las seis, una hora antes de lo acordado. Se sentó al fondo del local, pidió una coca y se dedicó a la lectura; estaba enganchada con un libro sobre el peronismo en la década de los setenta. Cuando Pepe entró, quince minutos antes de lo pre­visto, se detuvo a metros de la mesa y observó a la morocha, con­centrada en su lectura. En su mano derecha sostenía un lápiz con el que marcaba párrafos y dibujaba signos en el margen del libro. Cada tanto lo llevaba a sus labios, mordisqueándolo suavemente. Esa imagen pasó a formar parte del registro visual que, involunta­riamente, venía armando desde el primer encuentro con la joven.

—Hola. ¿Leyendo un poco de ficción?

—¡Hola! Me sorprendiste. No, ficción no, es sobre el peronismo en los setentas.

—Por eso, ficción.

—Ja, ja… ¿Y vos? ¿Que leés? ¿A Marx?

—Siempre. Ahora, más que leyendo, me encuentro a punto de pasar a la acción. Ya leí bastante, llegó el momento de hacer algo para cambiar.

—Humm… Suena interesante. ¿Me contás más?

—No sé, quizás te aburra con mis ideas.

—Dame margen. Si me aburrís, te lo digo, o me duermo, o sigo leyendo.

En el pecho del hombre reaparecieron el ardor, la ansiedad y el vértigo. Algo le pasaba cada vez que estaba cerca de Silvia, algo que hasta ahora no había sentido. Algo que lo distraía. La charla duró más de cinco horas y varias tandas de café. Fue el mozo quien los hizo darse cuenta de la hora cuando les vino a decir que estaban por cerrar, que les tenía que cobrar. Pepe se hizo cargo de la cuenta, por más que la morocha insistiera en compartirla.

Cuando salieron del bar, comenzaron a caminar por la avenida en silencio. Ambos pensaban cosas distintas; sin embargo, esos pensamientos los llevaban a conclusiones similares. La joven no sabía si avanzar un paso más allá de la charla. El motivo era la re­lación que llevaba adelante con Clara, que, si bien recién empeza­ba, la movilizaba bastante. Pepe no sabía qué hacer, se sentía muy bien con Silvia, pero sus energías estaban en otro lado, en su revo­lución. Ninguno de los dos quería que ese encuentro terminara, pero tampoco se animaban a tentarse. Se despidieron un par de cuadras después, en la parada del colectivo, sin un beso, solo un “chau, nos vemos, lo pasé muy bien” de los labios de Silvia, que subió, sacó boleto y se sentó sin mirar hacia atrás. Pepe se quedó, sin poder contestar, viendo como desaparecía al doblar en la si­guiente esquina.

…..

21 de mayol de 2010, viernes de mañana

La noche anterior, Pepe casi no pegó un ojo. Los pensamientos se repartían entre lo que estaba por comenzar y la imagen de Silvia frente a él, en el bar, escuchándolo mientras le relataba sobre el proceso que tenía planeado para iniciar la revolución. Ese viernes no desayunó en su casa, llegó muy temprano al correo, pasó por el bar de la esquina y se sentó en la misma mesa que habían compartido la tarde anterior con la morocha. Fue el mozo quien se lo hizo notar cuando le dijo “Buen día, ¿hoy vino solo?” y lo remató confesándole: “¿Sabe?, desde que usted con la señorita estuvieron sentados ayer, nadie ocupó esta mesa”. Pepe le respon­dió el saludo y le pidió un café con leche y tres medialunas de gra­sa mientras hacía como que no escuchaba y se cambiaba de mesa, a la otra punta del salón, frente a la vidriera. La idea de la mesa compartida era muy fuerte para él.

—¿Quiere el diario mientras le preparo el café con leche?

—Me leíste el pensamiento, justito te lo iba a pedir. Un poco de realidad no me viene nada mal.

—Bueno, si busca realidad, no lea el diario, todo lo que publi­can está armado con otros fines. Si quiere realidad, salga un rato a la calle, o quédese acá, atendiendo a los clientes. Bueno, a usted no hace falta que se lo explique, con el correo tiene bastante.

—¿Te puedo preguntar algo?—, y, sin esperar la respuesta del joven, que lo escuchaba muy atento, remató— ¿Cuál es tu idea del futuro?

—¿Futuro? ¿Acá, en este rincón del mundo? Si las cosas no cambian, no creo que haya futuro. Pasan los gobiernos y es más de lo mismo. Yo nunca voy a entender en qué está pensando la mayo­ría cuando vota. Después vienen acá y se quejan, nadie eligió a quienes fueron elegidos; no sé cómo llegan al poder. Así como vamos, no hay arreglo posible, solo más de lo mismo. Yo pienso que hace falta un cambio, de raíz. Bueno, usted preguntó. Mejor le preparo el desayuno, se le va a hacer tarde.

—El pibe del bar, otro más para la lista. Creo que, cuando esto empiece, no nos para nadie—. Pepe se hablaba a sí mismo en voz baja, como reafirmando lo que pensaba desde hacía años. La dife­rencia de ese día fue que sus pensamientos estaban divididos en dos: por un lado, la revolución, y por el otro, la morocha de rulos. Por momentos, uno superaba en intensidad al otro y luego esta re­lación se invertía. La lógica le hacía ver el acto de cambio social como la prioridad suprema; algo en su interior le reclamaba lo opuesto.

Mientras ojeaba el diario, distraído y enfrascado en su mundo, vio un pequeño aviso que le llamó la atención. Esa noche tocaba una banda de jazz y blues que, según había leído, sonaba muy bien. Sin pensarlo mucho, y guiándose por el instinto más que por la razón, decidió llamar a Silvia e invitarla a ir. Apuró el café con leche, comió una medialuna y envolvió las dos restantes en una servilleta de papel —luego las comería en el correo—, dejó diez pesos sobre la mesa y salió rápido, dejando la puerta abierta.

—Hola.

—¿Silvia?

—¿Quién habla?

—Hola, buen día. Soy Pepe.

—¿Pepe? ¡Qué temprano!

—Disculpame, ¿dormías?

—Maso. Está bien, no hay drama. Decime.

—Es que leí un aviso en el diario, hoy toca una banda de jazz, tengo entendido que suenan bien. Son cordobeses. Comenzaron a tocar hace unos años, en la universidad, eran compañeros de estudios, de medicina. Son cinco, bajo, trompeta, saxo, piano, gui­tarra eléctrica y percusión.

—Ajá… ¿Y me llamás para contarme sobre los inicios de la banda y su meteórica carrera en ascenso?

—No, no. Es para invitarte, para saber si querés que vayamos a verlos. Tocan a las diez.

—En realidad tengo algo que hacer…

—Está bien, no hay problemas. Otra vez…

—No, esperá, no te dije que no. Te iba a decir que podía dejar lo que tengo que hacer para otro día. ¿Dónde nos vemos?

—Tocan en un bar de Floresta. ¿Querés que te vaya a buscar con la moto?

—¿Vos vivís en Flores, no? Si es así, es cerca. Yo estoy en Luga­no, más lejos. Si te parece bien, puedo pasar yo a buscarte.

—Está bien. Pero a la vuelta te llevo hasta tu casa. ¿Tenés para anotar?

—¿Tenés dos cascos? Dale, decime, tengo buena memoria.

—Claro que tengo dos cascos, uno rojo y otro plateado, podés elegir. Carabobo, ciento treinta y cinco, sexto A. ¿Te parece bien a las ocho?

—¿De qué color es la moto? Me parece bien a las ocho.

—Roja. Te espero entonces.

—Si es roja, quiero el casco plateado, creo que combina mejor.

—Bueno, entonces lo lustro, así brilla como tu sonrisa.

—Entonces sacale bastante brillo—. Mientras la morocha sonreía, agregó un “te veo después”.

—Hasta la noche.

Cuando colgó, no podía creer la forma en que había actuado, impulsivo, sin pensar. ¿Qué era eso de “entonces lo lustro, así brilla como tu sonrisa”? Ese no era él, algo le pasaba.

Silvia se quedó con el auricular en la mano, pensando en una excusa para decirle a Clara: sería otra noche en la que no se verían. Ella también sentía algo extraño; en realidad eran dos sentimientos enfrentados: por un lado, el deseo de estar con la mujer que, en tan poco tiempo, la había hecho sentir tan bien; y por otro lado, las ganas de la cercanía de ese hombre que demos­traba tanta seguridad por lo que deseaba lograr. “Ojalá fueran uno solo”, pensó mientras colgaba el teléfono.

…..

21 de mayo del 2010, viernes de noche

Pepe bajó los seis pisos por la escalera corriendo, no quiso esperar el ascensor. Cuando le faltaban solo unos escalones para llegar, se dio cuenta de que había olvidado la llave del candado de la moto en el departamento. Pensó en subir a buscarla; sin embar­go, siguió bajando. Al llegar a la puerta y ver a Silvia, volvió a sen­tir calor y una sensación similar al vértigo en la zona abdominal.

—Hola, llegaste temprano.

—¿Estabas ocupado? Vuelvo más tarde si querés.

—¡No, para nada! Hace un rato que estoy listo.

—¿Vamos entonces?

—Esperá, me olvidé la llave del candado de la moto. Subo a buscarla. ¿Me acompañás? Digo, así no esperás acá.

—Como quieras.

Mientras subían en el ascensor, Silvia pensaba en si Pepe real­mente habría olvidado las llaves o si sería la forma en la que la “invitaba” a su casa. Apenas empezó a pensar en esa posibilidad, se dio cuenta de que no podía ser real: Pepe era, ante todo, un ca­ballero y ese tipo de mentiras no estaba a su altura, se notaba con solo mirarlo, o escucharlo hablar.

—Vení, pasá, es acá. ¡Má, volví! Me olvidé las llaves—. Pepe pa­recía exhaltado, sus palabras salían de la boca apresuradas, casi sin dejar espacios de silencio para entender lo que decía y a quién le hablaba. Esa era la primera vez que el hijo llevaba una mujer a su casa. Mientras movía ambas manos, señalando primero a la joven y luego a Elena, dijo, en voz bastante baja:

—Ella es Silvia; ella, mi mamá.

—Hola, querida, bienvenida a casa. ¿Querés tomar algo? ¿Unos mates?

Sin darle casi tiempo a la respuesta, Pepe remató:

—No, dejá, ya nos vamos, subimos a buscar la llave de la moto.

La morocha le contestó el saludo con un “Hola, es un gusto, señora; no me la imaginaba tan joven y elegante”.

—Gracias por el cumplido, y por favor, no me digas “señora”. Elena. Elena está bien.

—Otro día le acepto los mates, Elena.

Se despidieron con un beso. Se notaba la sinceridad, ambas se sintieron cómodas y se agradaron. Pepe, mientras las miraba, pen­saba en si había hecho bien en hacer subir a Silvia. Esto de que quisieran matear juntas mucho no le agradaba, los mates llevarían a la charla y a la complicidad, y realmente era lo que menos quería para esta etapa de la vida; también pensaba que se estaba preo­cupando por demás, y que su mente debía estar en otras cosas. En ese momento se arrepintió de haber invitado a Silvia. En vez de ir a escuchar música se podría haber quedado pensando estrategias para el inminente inicio del cambio social. Pero ya era tarde. “Mañana retomo el camino de la revolución”, pensó mientras abría la puerta del departamento y se despedía de su madre

La moto de Pepe era una Zanella Sapucai del año setenta y ocho, roja, impecable, parecía recién salida de fábrica. La guarda­ba en un garaje a la vuelta de la casa, en la calle Ramón Falcón, cubierta con una funda de paño. Verlo sobre la máquina, vestido con pantalones y campera de jean, camisa a cuadros, botitas cortas de descarne y el pelo atado con una larga cola, en el que asomaban algunas canas, daba la sensación de retroceder treinta años en el tiempo. A la joven esa imagen le gustó, pensó que completaba en algo la idea que se venía armando sobre él.

—Tiene mi misma edad —comentó mientras ponía en marcha la moto con una patada firme.

Silvia pensaba en que por segunda vez en dos días le había mentido a Clara; el motivo de las mentiras era este hombre, mez­cla de niño y revolucionario, ahora montado en una moto de color rojo, muy acorde con sus ideales. El cuerpo le pedía la compañía de la amante, pero dentro de ella resonaba el deseo de conocerlo más; con ella pasaba muy buenos momentos físicos, con él empe­zaba a compartir charlas y discusiones que la hacían sentir plena.

La noche transcurrió al ritmo del jazz, del blues y del inter­cambio de ideas. Cuando miraron el reloj, habían pasado más de seis horas entre sonrisas y cervezas. Pepe, tal como había prome­tido, llevó a Silvia a casa. Se despidieron en la puerta del edificio con la promesa de volver a verse, con un beso en la mejilla, sin animarse a más. Ambos tardaron horas en conciliar el sueño, cada uno en su casa, cada uno en su mundo interno.

…..

22 de mayo del 2010, sábado de mañana

Ese sábado, Clara se despertó muy temprano, estaba sola; Car­los estaba de viaje desde el jueves anterior y volvería recién el martes siguiente. En sueños había visto a Silvia en una cama, con un hombre: los amantes la miraban y se reían de ella mientras se entrelazaban y movían con ritmo sincopado. La cara de la mujer era real, la del hombre no la recordaba. Esa imagen le provocó an­gustia y bronca, intensificando lo que sentía a raíz de las excusas que la joven amante utilizara para evitar un encuentro con ella.

Mientras trataba de acomodar sus ideas y sus sentires, y el café se terminaba de preparar, decidió tomar una ducha.

Con la toalla todavía sobre el cuerpo, llamó a Elena para con­tarle lo que le estaba pasando. La amiga le dijo que se tranquili­zara, que se estaba enroscando de más, que lo único que faltaba era que contratase a un detective para seguir a la joven. Sin saber­lo, sin pensarlo realmente, esa idea sería el disparador necesario para el próximo paso de Clara.

La mujer apuró el fin de la charla, se terminó de secar, se vistió, y rápidamente se dirigió al gimnasio. Si había una persona en este mundo que pudiera ayudarla, trabajaba en ese lugar. Raúl, además de instructor de pilates, era —según lo que él mismo le contara— miembro de un grupo que realizaba algunos trabajos especiales a pedido: “Ayudamos a la gente a solucionar sus proble­mas, investigamos y, si el cliente lo pide, actuamos”. Esas habían sido las palabras del atleta que quedaron grabadas en la memoria de la mujer. En realidad, Clara nunca se habría imaginado consultándolo para ella misma, siempre pensó que quien podría necesitar de los servicios sería su esposo.

En el gimnasio le dijeron que Raúl no iría a trabajar, que no se sentía bien. Esto a Clara no le importó mucho, ya que recordó que el joven le había dado su número de celular por si algún día lo que­ría llamar para divertirse juntos. Ese día había llegado, pero no pa­ra cumplir el deseo del joven.

La respuesta fue afirmativa a medias: sí la podía ayudar, pero no él directamente. Le pasó otro número de teléfono —de un espe­cialista en seguimientos, un suboficial de la policía bonaerense que trabajaba en una brigada antidrogas— y una breve explicación de cómo contactarlo. “Nada de explicaciones telefónicas” le dijo. Cla­ra volvió a su casa y lo llamó.

—Hola.

—Buenos días, ¿hablo con el señor Santino?

—Puede ser. ¿De parte…?

—Mi nombre es Clara. Raúl me dijo que le dijera que nos en­contráramos para que le cuente.

—Okey. En una hora en el bar de Salta y Cochabamba. Es en la zona de Constitución, ¿se ubica?

—Sí, está bien. ¿Cómo lo reconozco?

—Usted siéntese no más, elija una mesa lejos de las ventanas, yo la contacto.

Dicho esto último, el interlocutor colgó. Clara se quedó impre­sionada por la forma en que la conversación había transcurrido. Si quería llegar a la cita, debía apurarse.

El trayecto en taxi desde su casa en el barrio de Belgrano hasta el lugar de la cita duró veinte minutos, por lo que llegó casi media hora antes de lo acordado. Pensó en caminar un rato por la zona, pero cuando hizo una cuadra se dio cuenta de que no era el mejor lugar de la ciudad para pasear, por lo que se dirigió al bar acor­dado, buscó una mesa libre lejos de las ventanas” y pidió una lá­grima en jarrito.

Cinco minutos antes de la cita, entró un hombre corpulento, de tez muy blanca, con anteojos de sol espejados. Calzaba zapatos negros y vestía un pantalón gris con una camisa rosa pálido, bajo el brazo izquierdo llevaba un diario. Luego de recorrer el local con la mirada, se dirigió directamente a la zona de los baños. Tardó unos minutos. Cuando salió se acercó a la mesa de Clara y, mien­tras se sentaba, le dijo en voz baja:

—Buen día, señora.— Y en voz más alta, mirando hacia el mos­trador, pidió un café corto.

—Buen día, ¿señor Santino?

—Santino a secas, señora. Soy todo oídos.

Charlaron unos diez minutos. El hombre, luego de escuchar lo relatado por Clara, le dijo que le proponía seguir a Silvia durante unos cinco días y luego informarle acerca de los movimientos de la joven. El precio sería de quinientos dólares. Luego, ella resolvería qué hacer; si deseaba continuar, acordarían nuevamente. El pago lo debería hacer por adelantado. Clara estuvo de acuerdo, pero le pidió que si él comprobaba que Silvia estaba saliendo con alguien más, le pegara un susto para ahuyentarlo, o ahuyentarla; quien fuera no le importaba, lo que ella deseaba era no perder a la joven amante. El interlocutor le dijo que entonces la tarifa sería de tres­cientos dólares extra.

Quedaron en dirigirse a la casa de Clara para hacer efectivo el desembolso de dinero. Santino tenía un Chevrolet Corsa bastante maltrecho, que igual sirvió para el viaje hasta Belgrano. Esperó a Clara a dos cuadras de su casa. “Así nadie piensa mal, señora”, le dijo el hombre cuando estaban llegando. Clara buscó el dinero. Por suerte había juntado unos dólares pensando en algún viaje sola. Gracias a eso no tendría que inventar ninguna excusa para justifi­car con Carlos el gasto.

—Antes del jueves tendrá novedades mías. Quédese tranquila.

Clara no se quedaría muy tranquila, la espera sería bastante angustiante. La idea de que Silvia estuviera con alguien más no le permitía descansar. En tan poco tiempo había conocido un mundo nuevo y se comenzaba a sentir valorada nuevamente… Volver atrás no estaba entre sus posibilidades ni sus deseos.

A las cuatro de la tarde sonó su teléfono, era Silvia. Cuando Clara reconoció el número de teléfono de la morocha, sintió una breve palpitación en el pecho, mezcla de emoción y bronca. Estu­vieron hablando un rato y quedaron en verse a eso de las siete en un bar de la zona de Palermo, en Paraguay y Humboldt. A Clara le gustaban los barcitos de esa zona y Silvia —aunque hubiera pre­ferido algo distinto, más sencillo— estuvo de acuerdo. Clara, ade­más, conocía un hotel a dos cuadras de allí, en Paraguay y Godoy Cruz, y deseaba que esa noche lo pudieran visitar juntas. En el bar estuvieron lo que tardaron en tomar un café, las siguientes cuatro horas transcurrieron de manera intensa en el destino elegido por la maestra. Se amaron casi sin palabras, sintiendo la piel y el fuego interior, solo caricias, besos y miradas.

El encuentro produjo sensaciones mezcladas en Clara. Se sentía culpable por dudar de la joven y ansiosa por saber si salía con alguna otra persona. Decidió relajarse y disfrutar del mo­mento. Invitó a Silvia a su casa a comer. Compartieron la cena, una botella de malbec y una noche que ambas desearon, no terminara. Amanecieron abrazadas el domingo, a eso de las dos de la tarde.

…..

23 de mayo del 2010, domingo de tarde

Mientras las amantes desayunaban juntas, el revolucionario terminaba unos escritos y planeaba llamar a Silvia para invitarla a tomar algo. El investigador hacía guardia frente a la casa del ba­rrio de Lugano.

La morocha llegó a su casa a las cinco de la tarde. Santino se acomodó en su auto y tomó nota. Cinco minutos después, Pepe la llamó por teléfono y le propuso compartir una mozzarella con mos­cato en la pizzería Güerrin, de la calle Corrientes. Esta vez, él la pasaría a buscar por su casa en su corcel de color encarnado.“A las siete te espero”, contestó Silvia casi sin pensarlo. Estaba can­sada, pero deseaba verlo.

Él llegó puntual. Sobre la mano opuesta estaba estacionado el Corsa gris del espía, quien observaba atento la entrada del edificio. Cuando la morocha abrió la puerta y saludó al pelilargo de colita con un beso en la mejilla, Santino se saboreó. “Esto se pone bue­no”, pensó mientras anotaba la hora.

Los jóvenes, ignorantes de la escena que se desarrollaba a es­casos veinte metros, subieron a la moto y partieron hacia el centro, dispuestos a disfrutar de la charla, la pizza y el moscato. Santino puso en marcha el auto y siguió de cerca a la moto roja. Estuvieron cerca de dos horas en la pizzería, custodiados por el especialista, luego salieron y volvieron a montar en la moto camino de casa de Silvia. Se despidieron, como el viernes anterior, con un beso en la mejilla y la promesa de volver a verse. El investigador vio como la chica besaba los labios del hombre, o eso creyó ver: esta vez había estacionado a media cuadra para que no lo descubrieran.

Había sido una noche fructífera, ya tenía lo que la cliente que­ría saber, solo le quedaba cumplir con la segunda orden: asustar al motociclista. Decidió seguirlo.

Mientras Pepe se aproximaba al garaje, cercano a su casa, miró el cartel de la calle Ramón Falcón y sentenció para sus adentros, mordiéndose el labio inferior: “Es un asco que se honre de esa manera a un represor de obreros”. Entró al estacionamiento, estacionó la Zanella, saludó a Tito, el sereno, se acomodó el cuello del polerón y caminó rápidamente rumbo a Carabobo.

Unos metros antes de llegar a la esquina, sintió el chirrido de unos frenos y vio a un hombre alto, robusto, bajar de un auto gris con un revólver en la mano derecha. Sintió miedo, su primera reacción fue correr, alejarse, cruzar la calle; seguía mirando sobre el hombro, de costado, y veía como el tipo ese lo seguía. “Este me roba”, pensó. Cruzó Ramón Falcón sin mirar, estaba muy oscuro, el farol que colgaba sobre la calle estaba apagado, una camioneta frenó, pero no fue suficiente. Pepe quedó tirado sobre la calle, unos metros por delante del vehículo que lo había atropellado, vio como el agresor se quedaba parado sobre la vereda, mirándolo. Fue lo último que pudo ver. Con un estremecimiento dejó de respi­rar. Un charco de sangre mojaba su ropa y el asfalto. Hubo quien corrió a socorrerlo, hubo quien llamó a una ambulancia y hubo quien se alejó velozmente con un arma en la mano derecha.

…..

24 de mayo del 2010, lunes de madrugada

Pasadas las tres de la madrugada, Clara recibe un llamado en su celular, era Elena, llorando. La amiga le cuenta que a su hijo lo atropelló una camioneta, que un testigo vio a un hombre alejarse corriendo con un revólver en la mano, que no se sabe qué pasó, que ni siquiera le robaron, que cuando fue a buscarlo al hospital le dijeron que había muerto, que lo fuera a reconocer a la morgue.

—Por favor, Clara, acompañame, sola no puedo. Estoy en el hospital Piñeiro—. Le suplicó Elena, entre lágrimas.

Mientras anota la dirección Clara trata de entender lo que le está contando su amiga. Todavía aturdida por la noticia se cambia y sale a buscar un taxi. Media hora después, cuando está entrando a la recepción del hospital, le suena el celular: es Silvia. La joven le cuenta entre llantos que mataron a su amigo, en la calle, que lo atropelló una camioneta, que no saben lo que pasó, que…

Mientras hablan, Clara escucha que Silvia habla con alguien más, la voz suena en el auricular, entre llantos, y también suena cercana, como si estuvieran allí. Clara levanta la mirada y frente a ella, a pocos pasos, Silvia se abraza con Elena, ambas lloran. Cuando se dan la vuelta y ven a Clara, las dos mujeres corren a abrazarla. Se detienen y se miran sin comprender.

Si de algo Pepe estaba seguro, es de que moriría antes de cumplir treinta y tres. Lo que nunca supo es que lo haría virgen y sin lograr organizar su revolución social.