Nueve segundos

Ficción

De nuevo los mismos pasos, como cada noche. Ese sonido hueco, seco, que me aturde y me penetra hasta lo más profundo de la cabeza. Ya los he contado una y otra vez; son treinta y siete golpes contra el piso de madera y luego, el silencio. Un momento en el que nada se escucha, vacío total, oscuridad, que dura exacta­mente el tiempo que me lleva contar hasta nueve, con el ritmo de un segundero. Nueve segundos que se hacen minutos intermi­nables; porque ya sé lo que sigue. Treinta y siete pasos firmes, se­guros; luego el mismo silencio, por otros nueve segundos; y de nuevo la misma repetición mecánica. Recién logro salir de esta se­cuencia cuando siento el sonido de la barrera, y luego el traqueteo de las ruedas de algún tren sobre las vías, en el paso a nivel cercano a mi habitación. Siempre me despierto con el sonido mo­nótono, constante, rítmico del metal contra el metal. Así cada no­che, cada media hora, desde que me logro dormir, y hasta que el sol penetra por la pequeña ventana enfrentada a mi cama. ¿Para qué me quiero despertar cuando recién amanece? Si no hay nada que hacer. Ya no tengo motivo alguno para comenzar el día a esta hora, a esta maldita hora, en que los sueños se alejan de mí. Tan solo quisiera poder dormir una noche completa, sin pasos, sin silencios, sin trenes y sin sol. ¿Cuándo van a poner una cortina, o un cartón, o algo oscuro que impida que la luz me despierte tan temprano?

Hace frío, mucho. La calle está casi desierta, en un rato sale el sol y comienza la vida de todos los días. En la radio, Misty (qué dulce la voz de Ella Fitzgerald). ¡Esta maldita calefacción que no logra entibiar el interior del auto! Quiero llegar, faltan unas cua­dras. Tengo sueño. Debería haber vuelto antes, pero no quería, las horas pasaron sin darme cuenta. Después de veinte años, estaba igual. En realidad, la encontré mucho más interesante, la edad le hizo muy bien. Su sonrisa, su mirada, sus manos, esa forma de ha­blar mirando directo a los ojos; no sé si será el producto de su ma­durez o tan solo mi deseo de estar cerca de su piel como antes, de sentir su respiración con olor a canela, que me hacen verla como alguien inalcanzable, casi irreal. Vuelven recuerdos de ese año en la facultad, cuando todo eran ideales, utopías, tardes ardientes en su habitación, entre libros, besos y café. El tiempo pasó, nos pasó, nos llevó a ser lo que hoy somos, dos extraños que sin saberlo se desearon más de lo que supieron vivir. ¡Qué boludo que soy! No le pedí el teléfono. Todo fue tan de sorpresa… Nunca me imaginé volver a verla. La busqué durante un tiempo, se había ido de la ciudad. Una nueva casa, un trabajo, algunas parejas. A la librería entré de casualidad, y ella estaba allí, revolviendo la mesa de ofertas, como antes, de la misma forma en que lo hacíamos juntos.
¡¿Qué es eso?! Me mira, se queda inmóvil en la calle. Frenos, volantazo para no atropellarlo. El maldito poste.

—Carlos. ¿Me escuchás?

—No siento las piernas. ¿Dónde estoy? Me duele la cabeza. ¿Qué tengo en la cara?

—Mirá, hermano, fue un accidente. Ahora tenés que estar bien tranquilo.

—¿Y el perro?

—¿Qué perro? Vos no tenés animales. Nunca quisiste hacerte cargo de nada con vida, ¿te acordás? Siempre decís eso.

—Había un perro, me miraba fijo. Estaba inmóvil, petrificado. Me suplicaba con los ojos. No entiendo. ¿Y Laura?

—¿Quién es Laura? Apenas me avisaron vine.

—¿Por qué te llamaron a vos?

—En el coche estaba tu agenda. En una hoja estaba anotado mi nuevo celular. ¿Te acordás de que te llamé para dártelo?

—No, no me acuerdo. ¿Qué día es hoy?

—Miércoles. 6 de mayo.

—¿Miércoles? Ayer tenía turno con el dentista. ¿No fui?

—Hace más de una semana que estás acá, en esta cama. Estu­viste inconsciente.

—Era sábado, hacía frío. Tenés que encontrar a Laura. Nece­sito decirle algo.

—¿Quién es Laura? Decime, así la busco.

—Se llama Laura. Laura Sánchez.

—¿Tenés algún otro dato? Teléfono, dirección, algo más.

—No, solo eso. Laura. Laura Sánchez.

—Está bien, tranquilizate. La voy a buscar. Pero ¿por dónde empiezo? Debe haber montones de Lauras Sánchez, es un apellido muy común.

—Por favor, encontrala. Hay algo que no pude decirle, no me animé.

—¿Querés que llame a alguien más?

—No, gracias.

—Me quedo hasta que te duermas. Ahora en un rato te van a dar los remedios, eso seguro te dará sueño.

—Pablo.

—Sí, decime.

—¿Estoy jodido, no?

—Ahora descansá, no pienses en nada.

—Debe ser malo, no me querés decir.

—¿Querés agua? ¿Una revista?

—No, dejá. Mejor tratá de encontrar a Laura.

—Bueno. Te veo a la tarde, después del trabajo vengo.

Treinta y tres, treinta y cuatro, treinta y cinco, treinta y seis, treinta y siete. Silencio. Nueve segundos eternos. Uno, dos, tres, cuatro. La barrera. El tren.

¿Qué hora es? Está oscuro. Otra vez me meé encima. La puta que me parió. No me banco más esta mierda.

Me tengo que animar. Estamos frente a frente. En un par de vasos de güisqui nos contamos mucho de estos años, pero no puedo decirle nada. Sus ojos dicen más que sus palabras. Esa mi­rada también guarda algo. Quizás ella tampoco se anime. Me con­formo, es cómodo. Ambos estamos evitando llegar a un lugar que tal vez no tenga retorno. Mejor no decirlo; sí, es mejor así.

La luz de nuevo, me molesta. Todavía no pusieron la cortina. Ahí esta Pablo, hablando con alguien. Vienen hacia mí.

Hola, hermano, ¿cómo estás?

—Si no fuera porque no puedo dormir, ni porque la luz me tala­dra los ojos, o por los pasos y los silencios, o porque me meo y me vuelvo a mear a cada rato, te diría que muy bien. Pero sería un mentiroso, y mi papá me enseñó que mentir es malo.

—Siempre tuviste ese humor de mierda. Cuando te burlabas de la desgracia ajena, muchas veces me pregunté si serías capaz de soportarlo vos. Me arrepiento de pensar eso.

—¿Por qué te vas a arrepentir?

—No sé. Pienso. Me siento un boludo invocando la desgracia.

—Sí, siempre fuiste un boludo.

—Gracias, yo también te quiero.

—Señor Lifrace. Soy la doctora Estrada.

—Carlos, doctora. Solo Carlos.

—Liliana, Carlos. Dígame, Liliana

—Bueno, ahora que ya somos amigos ¿a qué debo su grata visi­ta? ¿Es grata?

—Quisiera haberlo conocido de otra manera.

—Yo también. O por lo menos no estar todo meado. No es de caballeros mearse encima antes de un cita.

—El doctor Carrasco me pidió que hablara con usted.

—¡Qué atento el doctor! Dele las gracias de parte mía. ¿Y de qué tenemos que hablar? Le cuento, para que sepa, que no acepto salir con desconocidas.

—Usted tuvo un accidente bastante complicado.

—Sí, por momentos tengo imágenes. Muy confusas. Hay un perro que me mira, un poste, luego oscuridad y silencio.

—Eso fue el sábado, sábado 25 de abril. De madrugada.

—Hacía frío, y había un perro que me miraba. Quieto, con los ojos brillantes, fríos, fijos, grandes, amarillos.

—Es bueno que recuerde esos detalles.

—Los pasos, los silencios. Son treinta y siete pasos y nueve se­gundos de silencio. Treinta y siete pasos y otra vez nueve segundos de silencio. Así hasta que pasa el tren o entra luz por esa ventana. ¿Cuándo me van a poner una cortina?

—¿Una cortina? ¿Dónde? ¿Qué tren?

—En esa ventana. Se lo pedí a la enfermera. El tren que pasa cada media hora.

—¿Cuando se lo pidió?

—Hace unos días.

—¿Unos días? Usted se despertó hoy, después de once días.

—Pero… No sé, puede ser. ¿Pueden poner una cortina? El sol no me deja dormir.

—Ahora lo pido, no se preocupe. ¿Le molesta que hablemos del accidente?

—No, para nada. Lo disfruto.

—Carlos, dejate de joder. Te está hablando en serio.

—Yo también.

—Estuvimos viendo los resultados de los exámenes que le hici­mos mientras estaba inconsciente.

—¿Tengo colesterol?

—Es un poco más complejo. Su cadera quedó aplastada entre el asiento y el tablero del auto. Parece que, cuando frenó, perdió el control del coche.

—Sí, el poste.

—La cadera está fracturada en varias partes. Eso no sería pro­blema, ya que los huesos sueldan. Pero la columna oprime a la mé­dula. Por eso no puede mover las piernas.

—No las siento. ¡Puta madre! Me meé de nuevo. No me doy cuenta, no siento nada. Solo que me mojo, mojo el colchón, y cuan­do esta mierda se enfría, lo siento en las manos.

—Sí, de la cadera para abajo no puede sentir nada. Pero por suerte puede mover los brazos. Intentamos ponerle una sonda, pero dado su estado le puede producir una infección.

—Igual, siempre fui malo para bailar. ¿Te acordás, Pablo? Nun­ca me levantaba una mina en los boliches. ¿Sabe, doctora? Siempre fui de madera. Bueno, no muy distinto a lo que soy ahora. Y por lo de la sonda, no se preocupe, prefiero que siga viniendo la enferme­ra a limpiarme.

—Lo vamos a operar. Necesitamos su autorización. Estuvimos esperando a que estuviera consciente.

—¿Es jodida? Digo, la operación.

—Hay muchas posibilidades de que salga bien.

—No me diga cuántas. Prefiero no saberlo. Tampoco quiero sa­ber qué me van a hacer.

—Pero tiene que autorizarlo.

—Pablo.

—Sí, decime.

—Confío en vos.

—No me pidas eso. Vos podés decidir.

—Confío en vos. Gracias, doctora.

—Carlos. Por acá no pasa ningún tren.

Nueve segundos. Uno, dos, tres, cuatro, cinco. Barrera. Tren. Oscuridad. El perro, me sigue mirando. ¿Y Laura? Habíamos que­dado en vernos en el mismo bar al día siguiente. ¿Me habrá espe­rado? Qué jodida puede ser la vida. La volví a ver. Charlamos. Y, como buen boludo que soy, no le pedí el teléfono. Nunca fui bueno para estas cosas.

Hola, hermano, ¿como estás hoy?

—Mejor que mañana y peor que ayer. ¿Y vos, cómo estás? ¿El laburo? ¿Siempre rodeado de curdas? ¿Mabel?

—Pensé que no te acordabas de ella.

—No me acordaba. No sé por qué te lo pregunté.

—Con Mabel hace más de un año que no nos vemos. ¿No te acordás? Vos estabas el día que discutimos.

—Sí, por el chabón ese, ¿cómo se llama? Bueno, ¿qué importa?

—Te vas acordando. De a poco, Carlos, de a poco. Ya vas a salir de esta. Confía en mí, mejor creé en vos.

—Sí, nunca me miento.

—Veo que el humor de mierda de siempre sigue intacto.

—Parece que a ese no lo comanda la médula.

—Locura, me tirás algún otro dato de Laura. No sé por donde buscarla.

—Le gusta leer.

—Bueno, eso es algo. Y ¿qué tipo de libros?

—Con hojas, preferentemente de papel. Con letras negras.

—¿Letras grandes o chiquitas? Dale, pelotudo, hacé memoria, así te ayudo a encontrarla.

—¿Te acordás de que te conté que hace una bocha de años estudié unas materias en la facultad?

—Sí, ¿qué mierda era lo que estudiabas? ¿Ikebana?

—No, nabo. Educación especial. Para chicos con dificultades.

—¿Te sentías identificado?

—Sí, con la concha de tu madre.

—¡Ese es mi Carlitos! El mismo sorete, guarro de siempre. Te quiero, hermano.

—Yo no, me importás una mierda. Pero no tengo a otro boludo cerca, así que te toca a vos encontrarla.

—Tirame otro dato.

—En Palermo, en la cuarta carrera, el ocho. Gana seguro.

—Gracias. Prefiero el bingo. Hay viejitas con guita.

—El otro día andaba por Corrientes, mirando libros.

—¡Qué raro vos! Ya no tenés lugar para poner más libros. Los tenés tirados por toda la pieza.

—Los compro para leerlos, no para que los boludos como vos los vean ordenados.

—Dale, seguí con el relato de tu paseo por Corrientes.

—Estaba en la librería que está al lado del cine ese que dan películas porno. Cerca de la disquería del cordobés.

—Sí, ya sé. La librería en donde trabaja la culona. Voy seguido.

—A verle el culo, porque, que yo sepa vos, con los libros no te llevás muy bien.

—Bueno. Bueno.

—Estaba revolviendo, me di la vuelta y la vi. Estaba leyendo una contratapa en una de las mesas de ofertas.

—Bueno, es algo. Voy a preguntarle a la minita si la conoce. ¿Sabés de qué labura?

—Vende libros.

—No, la culona no. Laura.

—Ella se recibió. Es profesora.

—Bueno. Si la encuentro, ¿le digo que venga?

—No sé. Quiero hablar con ella. Pero no me gustaría que, justo cuando venga, yo estuviese todo meado.

—Capaz que se excita.

—Forro.

—Permiso. Vengo a poner una cortina.

—Al final, hace una semana que la pedí.

—Recién me lo dijeron hoy. Igual un poco de sol le vendría muy bien.

—Gracias. Prefiero un cigarrillo. ¿Tiene?

—Acá no se puede fumar.

—Tampoco mear en la cama.

—Tenga. Que no lo vean. Son negros.

—Gracias. No soy racista.

—Me voy, Carlos. Voy a Corrientes.

—Saludos a la culona. Pablo…

—Sí, decime.

—Gracias por estar.

Si tan solo le hubiera pedido el teléfono… ¿Y si no la vuelvo a ver? ¿Si me muero sin poder decirle lo que quiero? ¡Para qué mierda volví a manejar! Si yo estaba tan bien sin auto. Quizás todo hubiera sido distinto. Tomaba un taxi, llegaba a casa, me dormía y al otro día, habiendo juntado fuerza, le hubiera contado. ¿Será el puto destino el que me lleva a estar así? Otra vez me meé.

Nueve segundos. Uno, dos, tres, cuatro, cinco… treinta y cua­tro, treinta y cinco, treinta y seis, treinta y siete. Nueve segundos de silencio. El perro que me mira. La cara de Laura. El tren. Está oscuro, todo en silencio. No me animo a prender el velador. ¿Por qué la médica me dijo que no hay ningún tren cerca? Si lo escucho cada media hora. Me despierta.

Buen día, Carlos.

—Hola, doctora Liliana. ¿Hace frío o calor afuera?

—¿Piensa salir?

—Estaba pensando en invitarla al cine.

—Me gustan las de acción. De chica, con mi papá, iba a un cine muy cerca de casa. Veíamos películas policiales, o de guerra. A él le gustaban y me lo contagió. Después me llevaba a comer pizza, él tomaba un vaso de vino moscato y yo, una coca. Esos días eran los más lindos, lo veía y compartíamos el cine y la comida.

—Y los otros días ¿no eran lindos?

—No mucho, de la escuela a casa de mis abuelos, vivía allí.

—¿Y mamá?

—Prefiero no hablar de eso. Vine a verlo por la operación: está programada para el martes.

—Martes. ¿Hoy es…?

—Sábado, Carlos, sábado. El otro día, cuando le empecé a ha­blar de la operación, le dije que había muchas posibilidades de que salga bien.

—Sí, me imagino. Y otras tantas de que todo termine. Quizás sea lo mejor.

—No, no piense eso. Bueno, es una posibilidad. Pero hay más posibilidades de éxito que de fracaso.

—Claro. Ustedes, los médicos, no me dejan de sorprender con la frialdad que pueden encarar este tipo de conversación. Estadís­ticas, posibilidades. Después de todo, estamos en sus manos.

—No, no es así. Bueno, en mi caso no. Me cuesta bastante ha­blar de estos temas.

—¿Por qué? Si casi ni me conoce. ¿En qué podría afectarla el hecho de que de un momento a otro deje esta cama libre para un nuevo inquilino?

—Estuve hablando con Pablo, su amigo. Me contó que necesita encontrar a una mujer, Laura me dijo que se llama.

—Flor de buchón.

—Me gustaría que alguien, en algún lugar, necesitara encon­trarme. Bueno, le quise comentar de la fecha programada para que la tenga en cuenta, por si encuentra a su amiga.

—Me doy cuenta, esas posibilidades, las malas, son bastante mayores que las otras. Entiendo.

—Carlos. Lo que necesite, cuente conmigo.

—¡Hola, pendejo!

—Los dejo, hasta luego.

—Hasta luego, Liliana. Gracias.

—¿Cómo va mi meoncito?

—¡La puta que te parió!

—Tranquilo. Hay buenas nuevas.

—Contame. ¿La viste?

—No, verla no. Pero hablé con la librera.

—La culona dirás.

—Sí, con ella. Parece que sabe quién es Laura. Hay un par de libros reservados, señados, a nombre de Laura. Los reservó fuera del horario en que esta chica, Susy, trabaja.

—Así que le sacaste el nombre. ¿Ya sabés el teléfono también?

—Algo mejor. Mañana nos vamos a tomar un cafecito.

—Cafecito. Eso me suena a telo barato. Bañate, trolo, y llevá fo­rros. De los que aguanten, digo, por si se te cumple el sueño.

—Dios te oiga.

—Dios no existe, boludo.

—Bueno, sigo. Laura, o por lo menos la mujer que reservó los brolis, debería pasar hoy a buscarlos. Parece que todavía no había cobrado el sueldo.

—¿Qué fecha es hoy?

—Sábado, 9 de mayo.

—Puede ser lo del sueldo. Es docente. Estos hijos de puta, la escuela en donde trabaja, una privada, le garpan para el orto. De eso me habló. El otro día, cuando nos encontramos y le dije de ir a tomar algo, no quería porque no tenía un mango.

—Y vos, como buen caballero, la invitaste.

—Y sí, el viejo me enseñó eso. Siempre me decía: “A las damas hay que invitarlas. Si no tenés plata, ni se te ocurra salir”. Parece que me quedó más de una enseñanza.

—¿En qué quedaste con la culona?

—Susy.

—Sí, Susy, la culona.

—Le dejé el número de mi celular. Si llega a pasar me avisa. Le va a pedir los datos, nombre, apellido, teléfono y alguna que otra boludez con la excusa de que están armando una base de datos de clientes.

—¡A la mierda! Que le caíste bien a la cu… a Susy.

—Mis encantos masculinos. Más de una me ha tratado de obje­to sexual. Bueno, locura, me rajo para el laburo. Vos fumá, yo me ocupo de encontrar a Laura.

—Pablo. Por las dudas no le digas que estoy acá, en esta cama. No sé si quiero que me vea así.

—Sí, ya sé. Ya me lo dijiste. Tranqui.

Tendido en esta tumba en vida, en esta puta cama que me devora de a poco, regado por mi propia meada, pienso en el mo­mento en que me enganché con esa mina que me arruinó. Me quitó el futuro. Ese futuro en que me veía con Laura. Leyendo juntos, caminando, discutiendo del argumento de esa película que compartimos aquella tarde de lluvia o de cómo íbamos a cambiar el mundo. De la eternidad de sus besos. Del éxtasis de sus caricias. ¡Qué pelotudo! Qué ciego estaba cuando la vi, y ella me miró, directo a los ojos, devorándome y prometiéndome algo que nunca podría cumplir. Me perdí. Fueron tres meses de jugar a la doble vida. De salir de la casa de Laura, para ir corriendo a sucumbir ante mi perdición. Mañanas enteras de pasión, casi sin hablar, no había tiempo, todo era sexo. Cuando me enteré que era su madre, la madre de Laura, quise desaparecer. Que me tragara la tierra. Pero eso hubiera sido por demás de sencillo. Y ahora necesito en­contrarla. Para contárselo. Decirle por qué aquella tarde no fui a verla, por qué me mudé de la pensión. No podía mirarla a los ojos. Bastante me pesaba el engaño, mi propio engaño.

Treinta y cuatro, treinta y cinco. Barrera. Tren. Perro. Laura. Poste. Silencio. Ventana sin sol. Cortina. Zumbidos. Dolor. Mucho dolor. Pero dolor que no se siente en el cuerpo. Dolor que no se cura. Dolor de haberla lastimado. Dolor propio en el cuerpo del otro. No sé cuánto más voy a aguantar. Si tan solo hubiera tomado un taxi.

Carlos. Carlos. Escuchame. ¿Estás dormido?

—¿Eh? No, boludo, estoy jugando a las escondidas abajo de las sábanas.

—La encontré. Es ella. Tengo el teléfono. ¿Qué querés hacer?

—Hablarle.

—Le digo que venga.

—No, pará. Mejor prestame el celular. La llamo y le digo lo que no me animé a decirle.

—No querés que venga, entonces.

—No.

—Dale, no seas cagón. La llamo y que venga, así le hablás de frente.

—No, hermano, no me animo. Llamala y pasame.

—Como quieras. ¿Ahora?

—Sí, dale. Si no me animo de una vez, no lo hago más. Quiero hablarle antes de que me operen. Me la veo jodida.

—No seas boludo. Vas a salir de esta.

—Dale, llamala.

—Hola. Buenos días. ¿Hablo con la señorita Laura? Un segun­dito, por favor. Dale, tomá, hablale.

—¿Laura? Soy Carlos.

—Te esperé en el bar. ¿Qué paso? No viniste. Me preocupé.

—No, es que tuve que viajar, de golpe. Por laburo. Ahora estoy en Brasil.

—¿Brasil? ¡Si me estás llamando de un celular de Buenos Ai­res! Carlos, ¿qué pasa?, ¿por qué me tenés que mentir, diciéndome esto de Brasil?

—Laura, quiero decirte algo. No importa en dónde estoy.

—Yo también tengo algo que decirte, desde hace veinte años que te lo quiero decir. El otro día no me animé. ¿Dónde estás? Veá­monos y hablemos mirándonos a los ojos.

—No puedo, Laura. No quiero que me veas así.

—Sea lo que sea, decime en dónde nos podemos ver.

—Bueno. Vení al hospital Italiano. Estoy en la habitación dos­cientos veintiocho.

—Carlos, ¿qué te paso? Voy para allá.

—Viene. Viene Pablo. Por favor, quedate, ayudame.

—Tranquilo. Estoy con vos.

—¡Qué boludo que fui! Que soy.

Uno, dos, tres…. treinta y seis, treinta y siete. Nueve segundos de silencio. Barrera. Tren. Perro. Poste. La historia se repite, como cada noche. Pero ahora es de día, estoy despierto y escucho los pa­sos, cuento el silencio. Me duele el pecho, muy fuerte. Siento el so­nido del tren, miro al perro. Veo a Laura. Llegó Laura.

¡Carlos! ¿Por qué no me llamaste antes?

—El otro día no me animé a pedirte el número de teléfono. Te encontró Pablo, él, mi amigo.

—Antes de que me cuentes nada, por favor, escuchame, Carlos.

—Yo te quiero decir algo, Laura, algo que todos estos años es­tuvo acá adentro, tapado.

—Por favor, escuchame primero. Cuando te fuiste, desapare­ciste, no entendía que pasó. Te habías ido de la pensión. Estuve varios días en casa, sin salir, esperándote.

—Fue hace tanto tiempo. Éramos dos pibes. No te quería ver. No podía mirarte a los ojos. Lo que te había hecho era imper­donable. Así, como si nada, tu vieja, yo…

—Callate y escuchame, Carlos, es justo sobre ella de lo que te quiero hablar. Cuando mamá estaba en segundo año de medicina, comenzó a verse con un ayudante de cátedra. Se encontraban varios días a la semana, hasta que un día él desapareció. Nunca lo volvió a ver.

—¿Y eso qué tiene que ver, Laura? No entiendo.

—Que unos meses después nací yo, Carlos. Mi padre, ese tipo, la dejó cuando se enteró de que estaba embarazada. Ella tuvo que dejar su carrera, buscar trabajo, criarme sola. Por eso siempre qui­so que esa historia no se repitiera, que a mí nadie me hiciera lo mismo. Lo único que siempre me pidió fue que terminara de estu­diar, que me recibiera. Me costó más de cinco años de terapia en­tender lo que me hiciste, y lo que me hizo, lo que me hicieron.

—Pero entonces… ella lo planeó todo, ¡qué hija de puta!

Fueron las últimas palabras de Carlos. El dolor en el pecho se hizo insoportable, agudo. Uno, dos, tres, cuatro… treinta y cinco, treinta y seis, treinta y siete. Nueve segundos de silencio. Barrera. Tren. Perro. Poste. Oscuridad. Silencio. Silencio. Silencio.