El disparo sonó como un estruendo. Los vidrios de la cabaña temblaron. Unos pájaros que se estaban despiojando en el árbol cercano huyeron alborotados. Sangre, trozos de pelo, carne, hueso y masa encefálica esparcieron su halo de muerte contra la pared de madera. No fue necesario recargar la 12/70. Luego el silencio como único testigo y cómplice. En el horizonte el sol comenzaba su camino hacia el ocaso.
El hombre sacó de su chaqueta un cigarrillo, lo encendió con los fósforos que estaban sobre la mesa y aspiró una bocanada sintiendo la satisfacción del deber cumplido. Esperó unos minutos hasta que el tabaco se consumió, lo apagó sobre el piso oprimiéndolo con sus botas desgastadas.
Se dirigió hacia el galpón trasero, volvió con una carretilla y una pala. Arrancó una de las cortinas, la dispuso sobre el cuerpo inerte y lo envolvió. Tomándolo con ambas manos lo subió al precario trasporte. La puerta estaba abierta, salió con su cargamento hacia el sur, caminó cien pasos, se detuvo. Excavar la tumba le llevó poco más de una hora, dos metros exactos de profundidad. Arrojó el paquete y lo cubrió con tierra. No se preocupó en simular la superficie removida. Guardó la pala y la carretilla en el galpón, cerró la puerta de la cabaña y se fue caminando hacia el norte. Era el inicio de una noche estrellada.
La tarde siguiente volvió al lugar, el sol caía sobre el horizonte repitiendo su derrotero diario. Abrió la puerta del galpón, buscó la carretilla y la pala, caminó hacia la tumba cavada el día anterior. Desenterrar el cuerpo le llevó casi una hora, lo cargó nuevamente sobre la carretilla, seguía envuelto en la cortina verde. No tapó el pozo. Caminó hasta la cabaña, se detuvo, prendió un cigarrillo y lo fumó despacio, bocanada tras bocanada, disfrutándolo. Emprendió el camino con su cargamento. Caminó cien pasos hacia el norte. Cavó un nuevo pozo, dos metros exactos. Arrojó el cadáver y lo cubrió con la tierra removida. Guardó los implementos en el galpón y se retiró por el mismo camino del día anterior. Ya era de noche, esta vez se vislumbraban algunas nubes rojizas.
La escena se repitió, tarde tras tarde. Las excavaciones fueron cambiando: sur, norte, oeste, este; suroeste, sureste, noroeste, noreste. Se fue alejando de la cabaña a medida que necesitaba nuevos espacios donde cavar. El cuerpo se degradaba con cada movimiento. Una tarde se dio cuenta que tan solo quedaban algunos huesos, la ropa y un par de botas, sucias pero en buen estado. Ese fue el último día del periplo. Desenterró los despojos, los cargó en la carretilla, se dirigió a la cabaña y los depositó sobre la cama; la misma cama que había recibido, noche tras noche, al difunto durante los años que habitara ese lugar. Se sacó el sombrero, rezó una plegaria y se persignó. Cuando se disponía a salir volvió sobre sus pazos, las botas eran de muy buena calidad y esos restos óseos seguramente ya no las necesitaban. Las cambió por las suyas, eran casi del mismo talle. Con una sonrisa miró la cama mientras cerraba la puerta. Caminó hacia el norte, como cada noche.
En el camino se cruzó con los perros que a diario, al pasar por ese sitio, le ladraban desde su escondite entre los árboles. Sabía que le alcanzarían unas pocas piedras para ahuyentarlos. Esa noche algo había cambiado, las bestias no ladraban, caminaban hacia él con las cabezas gachas y la cola tensa. Olfateaban y gruñían. Todo pasó muy rápido, primero lo atacó el que parecía comandar la jauría, uno a uno los demás se arrojaron sobre el cuerpo, algunos sobre el cuello y la cara; varios destrozaron sus botas. Fue el final, del asesino y de las botas recién calzadas. Las mismas botas que a diario, durante años, patearan a las bestias al pasar por ese lugar.
Morir con las botas puestas fue publicado en formato historieta, ilustrado por Martín Olgiatti, en el albúm La Chiva y como cuento en la revista PeiperClab.