En la 221

Ficción

Te llamé para proponerte algo que pienso te va a gustar.

Contame.

Mirá, el martes, pasado mañana, necesito desaparecer un par de horas, por eso pensé en vos.

¿Desaparecer? ¿De dónde?

Del recorrido, a eso de las diez de la mañana. Voy a estar vol­viendo desde Camet, salgo a las nueve y treinta y ocho. Para las diez voy a estar pasando por el casino.

¿Querés que te reemplace en el bondi? ¿Estás en pedo? Nun­ca manejé algo más grande que el Renault seis de mi primo.

Es fácil. Acordate de que hace un tiempo me dijiste que te gustaría manejar el colectivo, ¿te acordás?

Sí, te lo dije. Como se dicen muchas cosas. También te conté que siempre tuve fantasías con una monja y no por eso me meto en un convento a perseguir a alguna. Además, ni conozco el recorrido, no sé por dónde es, soy de madera con las calles.

Mejor. Te vas a divertir más.

Pero ¿y cómo se maneja?, ¿qué tengo que hacer?

Por el bondi no te hagás drama, es nuevito, tiene caja auto­mática. Vos solo tenés que manejar y abrir las puertas. Cuando arrancás, si no las cerraste, se cierran solas. Es una papa. Solo te­nés que estar atento para cambiar las secciones en la máquina de boletos; te las dejo anotadas, no son muchas.

¿Nada más?Nada más. Mirá, vos me esperás en la parada frente al casi­no, camino al puerto; acordate que vengo desde Camet. Voy a ve­nir vacío, no voy a levantar a nadie hasta que vos estés arriba y hagamos el cambiazo. Ahí arrancás vos. Yo te aguanto hasta el puerto, para que te acostumbres. Ahí me bajo y seguís vos.

Pero ¿no se van a dar cuenta? Los de la empresa, o alguno de tus compañeros.

Por mis compañeros no te hagás drama, te dejo mi campera y mis anteojos. Después de todo, siempre nos dijeron que somos bas­tante parecidos.

No sé, loco, me da cagazo.

—¡Dale, animate! Es una papa, te va a gustar.

—¿Y vos? ¿Cuándo subís de nuevo?

—Mirá. Vos vas hasta Mogotes, al fondo. Ahí no hay drama, no va a haber nadie, ningún control. A esa hora, el chancho está en el centro, camino a Camet. Yo te espero cuando volvés para el puerto, en la esquina de Juan B. Justo frente a la carpa del circo, ahí cambiamos de nuevo y listo, fin de tu aventura.

—Sí, y de la aventura de los pasajeros.

—Me vas a decir que tenés miedo.

—Y… un cacho.

—No pasa naranja.

—¿Y el recorrido? ¿Y las paradas?

—El recorrido es derechito por la costa. Si querés te dejo un planito. Las paradas, fácil. Si alguien está en una esquina con la mano levantada, vos parás.

—¿Y si no lo veo?

—Te putean y listo, como me hacen a mí a cada rato.

—¿Y los que bajan?

—Tocan timbre, boludo.

—No, digo, ¿dónde les paro?

—En la esquina que se te cante.

—¡Qué hijos de puta que son! ¿Hacen eso?

—A veces.

—Che, esto me está entusiasmando.

—Bueno, entonces ¿me esperás a las diez, el martes?

—Sí, dale ¡me animo! Colectivero por un día. ¡Ja! El sueño del pibe. Che…, ¿y la yuta?

—Son unos tipos morochos con cara de malos.

—No, nabo, si me paran ¿qué hago?

—¿Adónde viste que la cana pare a un colectivo?

—Tenés razón.

—Solo para viajar gratis. Bueno, martes a las diez entonces.

—¡Hecho!

—Gracias, loco, te debo una. Ah, traete reloj, así controlas el horario del recorrido.

—Okey, dale.

—Hola.

—¿Sánchez?

—No, Murúa, ¿quién habla?

—Tomás. Me pasás con Sánchez.

—¡Sánchez! Teléfono. Tomás.

—Hola.

—Buen día, señor Sánchez, habla Tomás.

—Sí, decime, pibe.

—Llamo para avisarle de que no voy a poder ir a trabajar. Estu­ve toda la noche descompuesto. No me siento bien.

—Bueno, pibe, ¿te mando un médico?

—No creo que haga falta. Si para la tarde estoy mejor, voy y hago el turno noche. ¿Puede ser?

—Dale, pibe. Si podés, vení, hay mucho laburo.

—Gracias, señor Sánchez. Lo llamo después.

—Ta luego, pibe, cuidate.

¡Qué boludo que soy! No le pregunté al Chango cuál es el inter­no del bondi, o cómo es. Así me doy cuenta cuando llegue. Bueno, lo espero acá, él me va a ver.

Luego de media hora de espera, llegó el móvil rodante. El Chango, en tono irónico, saludó al chofer debutante:

—¿Usted pidió un colectivo?

—Hola, Chango. Pensé que me habías dejado de a gamba.

—Subí, dale.

—¿No era que venías vacío?

—No pude. En la terminal subió el supervisor. Lo dejé aca no­más, en la avenida Libertad. Por suerte se bajó, si no me cagaba el plan.

—Y ahora ¿cómo hacemos?

—No pasa nada, seguimos unas cuadras y hacemos el cambio. Mientras, te explico algo. Cuando ves que viene de frente otro co­lectivo de la línea y te hace luces, vos fijate, el código es así: una luz cortita es saludo: le contestás igual, con otra cortita, de acá con esta palanquita para abajo; si son dos o tres luces seguidas, te está avisando de que hay mucho quilombo de tránsito: vos igual, otra cor­tita, ¿entendiste? Con eso nadie va a sospechar nada.

—Bien. Yo siempre contesto con una cortita, fácil.

—Si te acercás mucho al de adelante es el interno 137—, aminorá y seguí despacio, haciendo tiempo. No lo pasés.

—Che, ¿y los cambios?

—Facilongo, te dije que es caja automática. Mirá, ahora está en marcha, vos acelerás o frenás. La caja labura sola. Si tenés que esperar en un semáforo, para no estar frenando, podés poner “neu­tro”. ¿Ves la “N”? Las puertas las abrís de acá. Esta palanca con la letra “D” es la delantera y la de la “T”, la trasera. Cuando arran­cás, si no cerraste las puertas, se cierran solas. Fijate que no haya nadie en el estribo.

—Claro, si no lo aplasto.

—A esta hora para allá va poca gente. A la vuelta es un poco más denso, viajan más pasajeros. Igual el quilombo es en el centro, pero ahí ya me toca de nuevo a mí.

—Ta bien, entendí. Y ¿dónde pego la vuelta?

—Una vez que pasás el faro de Mogotes, después vienen los balnearios. Vos le pegás hasta que veas un cartel de café, La Virgi­nia. Ahí seguís unos dos kilómetros, maso, y donde la ruta se ensancha, bajás a los últimos pasajeros. Ahí te quedas estacionado unos diez minutos y retomás, girando en U, volviendo pal centro. El bondi puede dar la vuelta sin problemas, pero si no te alcanza el radio de giro, ponés la marcha atrás, con “R” de reversa, y listo.
—Bueno, loco, te toca a vos, dale, sentate al volante.

—Pongo el cambio. ¿Acelero despacio?

—Dale, tranqui, este no tiene embrague, no se va a parar el mo­tor. Así, ¡eso! Tomá, ponete los anteojos. Ya está, sos el Chango.

—¿Me acomodás el espejo derecho? Más para adentro.

—¿Así está bien?

—Joya. Che, ¡esto está bueno! Me gusta.

—Ahí te paran. Tu primer pasajero, ¡mirá qué gambas tiene!

—Buen día, ¿me puede avisar en la diagonal Vélez Sársfield?

—Sí, como no señorita.

—Es en la rotonda del faro de Mogotes, Tomás.

—Okey.

—En la próxima esquina, dejame. Te espero ahí enfrente.

—Che, boludo, no tardés. Esperame ahí.

—Vos fumá. Yo sé cuánto se tarda. Chau, hermano, ¡suerte en el recorrido! Y… gracias.

—Chau, negro, nos vemos.

.

Bueno, acá estoy, al volante. ¡Ja, parezco el capitán Beto!
“…ayer colectivero, hoy amo entre los amos del aire…”.
Timbre. Le paro en la esquina.

—No, acá no. En la otra, flaco.

—Le chingué en la primera. Ahí me paran, aprovecho y le abro al gil ese para que se baje.

—Buenas.

—Buen día.

—¿Vas hasta La Serena?

—No, termino antes. Este hace el recorrido corto.

—No importa. Avisame cuando llegamos.

—Mire que es bastante antes.

—Está bien. ¿Cuánto es?

—Dos con diez.

Qué tipo raro. Encima se queda parado, con todos los lugares que hay. Bue, cada loco… Ahí hay otros dos.

—Dos de dos con diez.

—¿Y estos? Se sientan separados. Hoy es el día de los chifla­dos. Se podrían bajar, quedan estos tres piantados y esas dos vie­jas. ¿Para qué hablé? Ahí se bajan las veteranas. Y bue, igual tengo que seguir, con los chiflados o sin ellos.

—¡Morocho!

—¿A mí me habla?

—No, a Gardel, boludo. En la curva doblá a la derecha y seguí por esa calle, hasta que te diga.

—¿De qué me habla? Ese no es el recorrido. Si quiere ir para allá, le paro y toma un taxi.

—No te hagás el gil. Mirá que tengo un caño.

—Pero…

—Pero nada, seguí por donde te digo y cerrá el culo.

—Ya escuchaste, flaco. Mirá que somos tres y estamos calza­dos, y no son Adidas.

—Por favor, no me metan en ningún quilombo. Si quieren el co­lectivo, se los dejo. Me bajo y listo.

—Vos no vas a ningún lado. Ya sabés adonde vamos, el Tío te lo dijo bien clarito. Nos das una mano y se olvida de todo.

—No sé de qué me hablan, se equivocaron de persona.

—Nada. ¡Este es el interno doscientos de la dosveintiuno?

—Sí, pero yo no sé qué es lo que quieren ni quién es el Tío.

—Sabés bien. Las deudas se pagan, con guita o con favores. Y esta es una manera facilonga de hacerlo. Hacemos el laburito, vos manejás y listo. El Tío se olvida de aquello. No arrugués ahora, mi­rá que tu deuda es grande.

—Le juro que se equivocan. Yo no soy quien ustedes piensan.

—¡Basta! O manejás calladito o sos boleta acá mismo.

—Está bien. Tranquilos. ¿Para dónde quieren que vaya?

—A la derecha, en la próxima, ya te dije.

Este pelotudo del Chango ¿en qué bolonqui está metido? La puta madre. Y la ligo yo, ¡me cago en él!

—En la segunda, doblá otra vez a la derecha, por allí, tres cua­dras. Yo te digo dónde parar.

¿Lo habrá hecho a propósito? No puede ser tan hijo de puta. Después de todo no me contó por qué necesitaba que le manejase el bondi. Hace años que nos conocemos, más de diez; no puede ser tan turro. Igual, ahora es al pedo, piense lo que piense no me que­da otra que seguir adelante y darle bola a estos tipos.

Acá, morocho, pará en el portón verde. Acomodalo para en­trarlo de culata. Abrime, así bajo.

Si se bajan los tres, me voy a la mierda. Aunque no creo que sean tan boludos.

Dale, para atrás, doblalo más a la derecha. ¡Despacio, nabo! ¡No, frená, boludo! La puta que te parió, ¿Dónde mierda apren­diste a manejar, en la escuela del ACA? ¡Pelotudo! Hiciste mierda las plantas y el poste de la luz. ¡Pará, dejalo ahí! A ver, correte, na­bo, yo lo acomodo.

—Bueno, tranqui, me puse nervioso.

—Bajá, Pepe, ayudalo al Cholo con la merca, mientras yo cuido el bondi y a este boludo.

—¿Y después adónde vamos?

—A vos qué te importa. Calladito cumplís y pagás tu deuda.

—No entiendo, ¿por qué un bondi?

—Gil. ¿Quién va a sospechar que en un colectivo transportamos merca?

—Dale, Tito, decile al boludo ese que ayude a cargar. Abrí la puerta de atrás.

Puta madre. Encima falopa. Si nos para la cana, cagué. Ya ten­go dos entradas por peleas. ¡La puta que lo parió al Chango y a to­da su familia!

—Vamos, dale, acomodá ese bulto y listo.

—Vos, morocho, sentate, que ya salimos. Esta vez no rompás nada.

—¿Para dónde agarro?

—Salí a la ruta. Vamos al centro.

—¿Al centro?

—Sí, al centro. ¿Qué, acaso nunca fuiste al centro? ¿Cuántas veces por día pasás por ahí con el bondi?

Si estos supieran que nunca, que es mi primera vez acá arri­ba… Y bue, ya estoy en el baile…

—Doblá en la ruta, prendé las luces y poné el cartelito de “máquina fuera de servicio”. Tranquilo, a no más de sesenta. No queremos quilombos. Cuando estemos llegando, te avisamos.

—Bueno. ¿Y después de que descarguen qué hago?

—Te vas, desaparecés y te olvidás de todo. En la empresa decís que se trabó la máquina y listo. ¡Ah! No te hagás drama, la máqui­na está trabada. Cuando sacamos los dos boletos, le tiramos una arandela adentro.

—¡Pensaron en todo!

—Somos profesionales, papá. Como vos con el bondi.

Si supieran, seguro que soy boleta. Este hijo de puta del Chan­go me las va a pagar.

—Tranqui, no acelerés tanto, que allá adelante está Prefectura. Saludalos con una luz, como hacen siempre.

Ahora cuando pasemos por la entrada del puerto, si el Chango no está es porque es un reverendo hijo de puta. Hijo de puta profe­sional, como estos tipos.

—Che, vamos diez minutos adelantados. Vos, más despacio, ha­cé tiempo.

—¿Adelantados? ¿Adelantados para qué?

—En tu horario de recorrido, boludo. Así no levantamos la per­diz. Muchachos, ¡este sí que es un nabo!

Queé turros, pensaron en todo. Ahí estamos llegando a Juan B. Justo donde debería estar el Chango, parado frente a la carpa del circo Rodas. Puta, no hay nadie; ni para un lado, ni para el otro. Allá para el lado del puerto, me parece que viene, no estoy seguro, no veo bien…

—¡Pará, flaco! ¡Frená! ¡El semáforo!

—¡Uhhh! ¡La puta madre! ¡El camión! Mierd………………..

—Chango, ¿estás cómodo?

—Sí. ¿Podés bajar un cacho el aire?

—¿Así está bien?

—Sí. Mirá que acá la máxima es ciento veinte.

—¿En qué pensás? Te veo relajado.

—Miro la ruta, los árboles, es linda esta sensación de libertad. ¿Qué hora es?

—Doce y media.

—A esta hora debería estar pasando por el puerto con el bon­di. Tomás no debe entender un carajo.

—Ya está, no pensés más en eso. Se acabó. Basta de quilombos.

—Negra…

—¿Sí?

—Gracias. Te quiero.