En el nombre de Dios

Ficción

Ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén.

—Amén.

—Gracias por estar presentes, hermanos. Recuerden que el do­mingo realizaremos la Santa Misa en la plaza luego de la procesión por el aniversario de nuestra santa patrona, los espero allí. Ahora pueden retirarse en paz.

El padre Juan, sacerdote ordenado en 1959, estaba a cargo de la iglesia de Colonia General Paz desde mediados de 1977. Había sido propuesto para el cargo por el obispo Igarreta. Ambos eran fieles a la Obra de Dios, organización defensora de la moral y las tradiciones cristianas.

La comunidad de feligreses, que había sido muy numerosa, año tras año disminuía en cantidad ante el crecimiento de las iglesias evangélicas. Esto no sucedía solamente en la Colonia: era una constante que se repetía en casi todas las ciudades del interior del país y había sido motivo de más de una reunión entre obispos y sa­cerdotes con iglesias a cargo. En el último cónclave nacional, realizado en la ciudad de Cór­doba, los sacerdotes miembros de la Obra de Dios habían mante­nido una reunión propia luego de finalizado el cónclave. El obispo a cargo de la sección Latinoamérica Sur era el padre Ignacio Iga­rreta, quien, a sus noventa y cinco años, continuaba trabajando diariamente con el mismo empuje y vocación que tenía en 1976, cuando en mayo de ese año fuera designado en ese cargo por el enlace que había llegado a estas tierras, enviado por el santo pa­dre, para expresar el total apoyo institucional, y en particular de la Obra de Dios, al nuevo gobierno argentino.

El padre Igarreta debería trabajar coordinando a los sacer­dotes que estuvieran alineados con el pensamiento de la Obra para colaborar con las autoridades zonales en la lucha contra la subver­sión, que desconocía los valores morales y tradicionales de la familia cristiana y atentaba contra la propiedad de los hombres de bien. Para Igarreta, los tiempos que corrían eran una auténtica cruzada y se asemejaban a los de la Inquisición. Estaba convencido de que los cristianos de fe no podían permitir el avance de los bár­baros que hacían peligrar tantos siglos de valores fundamentales en los que se basaba el mundo civilizado de Occidente. Por la gracia de Dios, contaba con el apoyo de las autoridades, quienes restablecerían el orden; ellos —los sacerdotes de la Obra de Dios— colaborarían para que ese orden fuese en breve una realidad duradera. Los años de lucha habían terminado, el orden había vuelto y la acción de la Santa Institución colaboró en ello. Luego de lo vivido en esos tiempos, para Igarreta no existían los imposi­bles, sabía que era un elegido del Señor para estas tierras. Latinoamérica era cristiana desde hacía cinco siglos y debía seguir siéndolo, estaba escrito. Para su labor, contaba con sacerdotes fieles, y el padre Juan Maidana era uno de ellos. Esa tarde cordobesa, las órdenes impartidas por Igarreta fueron claras.

—Señores, de nosotros depende que los falsos enviados del Señor, aquellos que en su nombre pretenden adjudicarse milagros, no consigan captar la atención de nuestros fieles. Sabemos de las necesidades de los habitantes de estas tierras, como también sabe­mos que la salvación llegará solamente de la mano del Señor, y no­sotros, desde la santa madre Iglesia, somos quienes podemos traer la salvación para aquellos que crean sin condiciones. Esa es nues­tra santa misión, no podemos claudicar, no podemos ser débiles, solo con mano firme lo lograremos. Acérquense, pues, a la gente desde la oración, invítenlos a participar, tienen todo mi apoyo y el de la santa iglesia cristiana. Confío en ustedes. ¡Dios confía en us­tedes!

Al padre Juan las palabras del Obispo todavía le resonaban, cla­ras, firmes, contundentes: “…somos quienes podemos traer la sal­vación para quienes crean sin condiciones”.

Para esta tarea contaba con algunos colaboradores, todos ellos de su entera confianza. En el núcleo más íntimo estaba el padre Joaquín Prieto, sacerdote de mediana edad, de carácter templado, íntegro y de fe; si bien era miembro activo de la Orden de Dios, no había alcanzado cargos de importancia debido a que algunos de sus familiares habían sido sospechosos durante los años difíciles. El padre Joaquín era el nexo de la institución con las organizacio­nes sociales de la Colonia.

Contaba también con la hermana María Inés, quien tenía a su cargo la coordinación evangelizadora del colegio que formaba par­te de la comunidad, junto a la iglesia. Si bien la dirección era res­ponsabilidad de la madre superiora, la hermana tenía contacto directo con los alumnos, los docentes y los padres. A pesar de ser mujer y, por lo tanto, de no formar parte de la Obra de Dios —re­servada a sacerdotes y fieles del sexo masculino—, con su trabajo constante, y disciplinado, durante los cinco años que llevaba en la Colonia había ganado la entera confianza del padre Juan.

El tercer colaborador no era religioso de formación, lo era de vocación. El doctor Cipriano Fuentes Robledo, de una de las fami­lias fundadoras de la Colonia, era miembro activo de la comunidad e integrante de la Obra de Dios. En su carácter de licenciado en Ciencias Económicas, se ocupaba de la contabilidad de la escuela, de la iglesia y de la delegación regional de la Obra; además, era, desde hacía dos años, el intendente electo de Colonia General Paz por el partido Liberal, mayoritario en la región. Su padre también ocupó ese cargo, desde 1976 hasta 1983. Gracias al fuerte compro­miso que tenía con la Iglesia, el doctor Fuentes (padre) fue elegido por las autoridades provinciales para ejercer la intendencia duran­te aquellos años difíciles. El padre Prieto, cercano a las organiza­ciones sociales, la hermana María, Inés junto a la comunidad esco­lar, y el doctor Fuentes, en el gobierno. El padre Maidana sentía que contaba con lo necesario para delinear una estrategia evange­lizadora en la región y lo haría con su propio esfuerzo y el de estos tres fieles.

—Padre Juan.

—Si, Hermana, dígame.

—Necesito confesarme.

—¿No lo hizo antes de misa, con el padre Joaquín?

—Sí, pero hay algo que no le pude contar. Prefiero que sea us­ted quien me escuche.

—Bueno, espéreme en el confesionario. Termino de resolver un asunto y la escucho.

El sacerdote tenía una charla pendiente con Fuentes Robledo acerca del tema en cuestión que los ocupaba en esos días, la nueva iglesia El Señor es el Camino, que un supuesto pastor evangélico había inaugurado, a escasas dos cuadras de su iglesia.

—Amigo Fuentes Robledo, le invito a un café en mi despacho.

—Encantado, padre. Justo le estaba pidiendo a mi esposa que lleve a los chicos a casa.

—Señora—. El cura acompañó esta palabra con una leve incli­nación de cabeza a modo de saludo.

—Hasta el domingo, padre —fue la respuesta de la primera dama del pueblo mientras tomaba de la mano a sus dos pequeños hijos y se dirigía hacia el auto, en donde esperaba el chofer y guardaespaldas de la familia.

Los hombres recorrieron el pasillo hasta el despacho principal sin mediar palabra. Una vez dentro, fue el propio sacerdote quien preparó el café. No quería interrupciones de nadie en la con­versación con su hombre de confianza.

—Dos de azúcar, ¿cierto?

—Me conoce bien, padre.

—Las personas con hábitos arraigados son, generalmente, deci­didas; y usted es uno de ellos. Eso me gusta.

—Me honra. Espero poder corresponder a su confianza.

—Sin dudas que lo podrá hacer. Escúcheme, Fuentes. Necesi­tamos que esa nueva seudoiglesia cierre.

—¿Qué tiene en mente?

—Por ahora, no mucho. Pensé en dejar esa tarea a su fértil ima­ginación.

—¿Le pide eso al amigo, al contador o al intendente?

—A todos y a cada uno.

—No va a ser algo sencillo. Me comentaron que ya tienen mu­chos seguidores.

—Por eso mismo. No podemos permitir que los sigan engañan­do con falsos milagros. Es nuestro deber proteger a los fieles—.
Mientras terminaba esta frase, se puso de pie y tendió su mano de­recha, despidiendo de este modo al hombre de confianza, quien le respondió con un movimiento de cabeza.

La hermana María Inés esperaba junto al confesionario. En su rostro se podía apreciar un rictus tenso. Cuando vio que el cura en­traba a la cabina confesional, su corazón comenzó a latir de forma acelerada, sintió los pómulos acalorados y un sudor frío corrió por su espalda: el estado de ansiedad la dominaba. Las primeras pala­bras del sacerdote no llegaron a sus oídos, recién cuando lo escu­chó pronunciar su nombre pudo volver al mundo real.

—La escucho, hermana María Inés.

—He pecado, padre.

—Cuénteme.

—No sé cómo empezar.

—Por el principio sería conveniente.

—Necesito confesarme con el sacerdote y que me escuche co­mo hombre. En usted confío, no me animo a hablar con otro.

—Puedo escuchar su confesión en el nombre del Señor. Usted sabe que lo que me cuente será un secreto confesional.

—¿Y usted está dispuesto a escucharme como ser humano?

—Si es lo que necesita, estoy dispuesto.

—Estoy embarazada.

El sacerdote levantó la cabeza, la miró a los ojos a través del enrejado y no supo qué palabras pronunciar. Fueron segundos en silencio que parecieron horas, toda una eternidad. La monja volvió a hablar.

—De dos meses, padre.

—En el nombre de Dios, la absuelvo de su pecado. Rece tres Rosarios cada día durante una semana. En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.

—Amén.

El cura se puso de pie y, antes de abrir la puerta, le dijo:

—La espero en mi despacho.

Lo que sintió la monja fue una extraña mezcla, por un lado, de alivio espiritual, por otro, una opresión en la boca del estómago que acrecentó las náuseas que la acompañaban desde hacía ya varias semanas. Tuvo que contener el vómito hasta llegar al baño. Las arcadas le producían estremecimiento y ardor. Hacía unos días que no podía probar bocado sin descomponerse. Se repuso lenta­mente, se lavó la boca y mojó su cara con agua fría. Poco a poco se comenzó a sentir mejor; su semblante demacrado reflejaba en el espejo el esfuerzo. Cuando llegó al despacho del padre Juan, este la esperaba con un vaso de güisqui en la mano derecha, el cual be­bía a lentos sorbos; en la izquierda, un cigarrillo a medio fumar.

—Permiso, padre.

—Pase, hermana, siéntese. ¿Desea un vaso de agua, o un té?

—Té, por favor.

El cura puso a calentar agua, permaneció en silencio. La monja poco a poco fue recuperando el color rosado de sus mejillas. Tomó la taza que le acercara su confesor y bebió lentamente un primer sorbo. Le faltaba azúcar, pero no se animó a pedir nada.

—Como podrá imaginar, estamos ante un problema de carac­terísticas especiales. No sé qué pensará usted al respecto. ¿Desea contarme algo más sobre los hechos?

—Es difícil, pero necesito hacerlo. Tengo que sacar mi angus­tia, por eso lo elegí a usted. Lo que pasó es complejo.

El sacerdote permaneció en silencio, atento al relato. Mientras la escuchaba, pensaba en cómo podría impactar esto en su comu­nidad. Era algo que no se podía dar a conocer, debían buscar una solución. Había mucho en juego. Recordaba un caso similar que había sucedido hacía unos veinte años, en una ciudad del norte, en donde una monja tuvo un romance con un sacerdote. El hecho fue ocultado, la madre se mantuvo internada en un convento, en donde nació la criatura, que fue dada en adopción a un familia del lugar. Nunca nadie supo la verdad. Lo que se dijo en ese momento fue que el recién nacido había sido abandonado en la puerta del con­vento y criado hasta la adopción por las religiosas del lugar. Pero él no quería asumir esa responsabilidad, ya tenía suficientes asuntos que atender.

—¿La concepción fue contra su voluntad?

—No del todo.

—No entiendo.

—No fue buscada. Acepté tener relaciones obligada por mi vo­luntad de ayudar.

—¿Ayudar? ¿A quién?

—Prefiero no dar nombres. Lo que puedo decirle es que bene­ficié a quienes más lo necesitaban.

—¿Y usted no se cuidó? ¡Hay formas, hermana!

—Sí, ya sé, padre. Las formas que no aprueba la santa Iglesia. Sí, me cuidé.

—Y falló.

—Sí, falló.

—¿Podemos saber quién es el padre?

—Como le dije antes, prefiero que no.

—¿Y él que opina de esto?

—No sabe nada.

El cura se quedó en silencio. Los años le habían enseñado que para poder tomar decisiones correctas se requería de tranquilidad, había que conocer las posibles soluciones. Y en este caso debería poner sobre la mesa, o mejor dicho, acomodar en su cabeza, todas las piezas alineadas para elegir la correcta. Su forma de pensar siempre fue basándose en estrategias y movimientos tácticos, así se ganaban las batallas. Importaban los fines; los medios para alcanzarlos siempre fueron relativos en función del resultado espe­rado. Como en un complejo juego de ajedrez.

—Hermana, déjeme meditar sobre esto. Mañana, después del almuerzo, venga a verme.

—Padre.

—Dígame.

—Confío en usted.

Cuando la monja se retiró del despacho, el cura buscó en una vieja libreta de teléfonos, e hizo una llamada.

—Hola.

—Con el doctor Iglesias, por favor.

—Él habla.

—Soy el padre Maidana.

—Buenas tardes, padre, ¿a qué debo el honor de su llamado?

—Necesito verlo, es una consulta profesional.

—¿Está usted bien? ¿Necesita que vaya?

—No, está bien, prefiero ir yo. ¿Me puede recibir ahora?

—Sí, cómo no. En una hora, en mi consultorio.

—Es confidencial, doctor.

—No hay problemas, solo estará mi asistente. Es de confianza.

La hermana María Inés conocía el caso de la monja que había sido ocultada en un convento hasta que dio a luz. Cuando pensaba en eso, veía el hecho como una posible solución. Estaba segura de que, con la gracia de Dios, encontraría una familia adoptiva para su bebé y que, si era afortunada, sería de la zona y podría verlo crecer y hasta tenerlo en su escuela. Si este sueño se cumplía, el embarazo habría sido una bendición en su vida. Prefería no pensar otras posibilidades, eso le incrementaba las náuseas.

—Buen día, padre, el doctor lo atenderá en seguida.

—Gracias, señorita. ¿Está ocupado con pacientes?

—No, no hay nadie. Termina unos informes y lo atiende.

Mejor así, pensó el cura. No deseaba encontrarse con nadie co­nocido, no era conveniente.

El sacerdote conocía al doctor Iglesias desde hacía unos veinte años, en los que había compartido reuniones sociales, charlas y li­bros. El médico, si bien no era una persona que profesara el catoli­cismo, siempre había demostrado ser un hombre íntegro, de una gran confianza. Este hecho animaba al cura para plantearle lo que estaba sucediendo y pedir su ayuda.

—Pase, padre, disculpe la demora.

—Gracias por recibirme.

—Siéntese, por favor. ¿Quiere un café?

—Si usted toma, lo acompaño, sin azúcar, por favor.

—Laura, por favor, ¿nos prepara un café sin azúcar para el pa­dre y un cortado para mí?

—Cuénteme el motivo de su visita.

—Alguna vez le comenté acerca de las nuevas iglesias evan­gélicas, y de cómo vemos ese hecho desde la santa Iglesia.

—Sí, lo hemos hablado. Además, es algo que conozco de cerca. La chica que trabaja en casa es miembro de una de ellas. Hasta donde sé a ella le ha servido, la ayudó a salir del alcoholismo y a conseguir este trabajo.

—Estos temas no dejan de sorprenderme. Desde hace años, en nuestra iglesia tenemos grupos de alcohólicos anónimos y una bolsa de trabajo; sin embargo, hay cada vez más gente que busca soluciones en esas comunidades.

—Disculpe, pero creo que no vino a que discutamos sobre este asunto, ¿o sí?

—No, tiene razón, doctor, pero sobre lo que tengo que hablar in­fluye directamente en nuestra imagen como institución, además de tener relación con su profesión.

—Entonces cuénteme, padre.

—Bueno, al grano. Tenemos a una miembro de nuestra comu­nidad embarazada, de dos meses, según me dijo ella.

—Puedo recomendarle un buen obstetra, de confianza, así la trata hasta el parto.

—En realidad, lo que yo necesito es de sus servicios. Sé que us­ted, antes de venir a radicarse en la Colonia, hacía algunas inter­venciones especiales.

—¿Quién le contó eso?

—El mundo es pequeño, doctor. Los sacerdotes sabemos más de lo que la gente supone. No se olvide, que somos con quien, se suelen confesar.

—Mire, padre, no pienso hablar al respecto. Se equivocó de persona. Si es lo que supongo, yo no puedo hacer nada.

—Podemos compensarlo, económicamente, o con lo que usted necesite.

—No, padre, no me dedico a ese tipo de intervenciones. ¿Le puedo preguntar algo?

—Dígame.

—¿Lo que me plantea no va contra la moral cristiana?

—Las guerras también, doctor, y, sin embargo, en toda la histo­ria hubo motivos más que válidos para librarlas.

—Y la mujer, ¿qué opina al respecto?

—No le he preguntado. Ella vino a buscar mi consejo y en eso estoy, buscando la solución.

Mientras el cura hablaba, el médico buscaba en un fichero.

—Tome, padre. Hable con el doctor Lesague. Está en Buenos Aires, él puede hacer lo que usted quiere.

—Gracias. Creo que no hace falta recordarle acerca de la confi­dencialidad sobre este asunto.

—Descuide.

Los hombres se despidieron con un apretón de manos. El cura se dirigió a su despacho para hacer el llamado telefónico a la capital. Mientras caminaba, sintió un agradable olor a pan recién horneado. En ese momento se dio cuenta de que desde el desayuno no comía na­da, solo un par de cafés, y ya eran las seis de la tarde.

Si tan solo hubiera podido negarse, las cosas serían distintas. Cuando la hermana María Inés fue a visitar al doctor Fuentes Ro­bledo, no pensó en cómo cambiaría su vida. Hacía ya tres años que luchaba para abrir un hogar para madres solteras. Sistemáti­camente, sus pedidos eran ignorados, sus cartas no hallaban respuesta, sus llamados telefónicos no eran atendidos. La única op­ción viable fue hablar con el intendente en persona. Ella pensó que Fuentes Robledo se conmovería con el proyecto y que, si lograba su apoyo político, sería una realidad. Lo que nunca imaginó era la propuesta del funcionario, contador de la orden religiosa y hombre de confianza del padre Juan. Fuentes fue directo; si ella accedía a tener relaciones con él, lograría todo su apoyo; “de lo contrario, se puede olvidar de ese asunto”, fueron las palabras textuales que escuchó. La monja no supo qué responder, se retiró asustada de la intendencia, asustada, aturdida, descolocada. Ella lo conocía como a un hombre de Dios, dispuesto a servir a Él. Lo que la religiosa no sabía era que el político la deseaba desde el día en que la joven llegó al pueblo, con sus veintiún años, recién ordenada como monja, hacía ya cinco años. Luego de esa reunión pasaron unos meses, hasta que un día el padre Juan, en una reunión con ella y el padre Joaquín, les expresó a ambos la necesidad de hacer lo posible y todavía más para que la comunidad de fieles creciera y se fortaleciera. “Si hace falta, debemos sacrificarnos en persona para el éxito de esta misión divina”, recomendó el cura. Ese día, el paradigma ético de la hermana María Inés cambió. A partir de esas palabras comprendió que la propuesta del político era un desafío a su entereza cristiana. Como sierva del Señor, debería sacrificarse para el futuro de esas madres solteras, y así lo hizo. Por eso estaba en paz con su conciencia y con el Señor.

Durante el último año, la joven y el político, se encontraron una vez por semana en una casa en las afueras del pueblo. Al principio, la religiosa sintió dolor —físico y en el alma—; luego de cada tarde que pasaba con él, lloraba desconsolada. Una vez que se descarga­ba y se bañaba, sacándose del cuerpo el olor agrio del hombre, co­menzaba a sentirse mejor.

Fuentes Robledo había cumplido. El hogar había sido inaugu­rado hacía poco más de tres meses, en un amplio edificio céntrico.

Cuando comenzó a sospechar que algo no estaba bien —su pe­ríodo llevaba más de una semana de atraso—, decidió utilizar una de las pruebas de embarazo que guardaba en la enfermería del ho­gar. En realidad, fueron tres las que utilizó. En cada una de ellas, las dos líneas aparecieron bien definidas, sin dar lugar a dudas.
Ahora esperaba que el cura la ayudara con el embarazo, quizás en­viándola a algún convento lejos de la Colonia. Una vez que diera en adopción a su hijo, podría volver a trabajar en la escuela y en el hogar de madres. A Fuentes Robledo no pensaba contarle; cuando se fuera del pueblo, seguramente él la olvidaría. Ensimismada en sus pensamientos, tardó en escuchar el teléfono.

—Hola.

—Hermana, la espero en mi despacho—. La voz del cura sonó determinante. Nuevamente sintió náuseas. Se lavó la cara y salió de su habitación.

—Permiso.

—Pase. ¿Quiere un té? Traje bizcochitos.

—Gracias, padre. Mejor no, no me siento bien.

—Acabo de hablar con un médico para que la revise. Es en Buenos Aires. Salimos a las siete de la mañana, lleve una muda de ropa y viaje vestida con ropa de calle, no lleve atuendos religiosos.

—¿Por qué en Buenos Aires?

—¿Le parece extraño? Allí no nos conocen. Creo que es lo me­jor, debe salir cuanto antes del pueblo, nadie debe enterarse de la situación. Confíe en mí, lo resolveremos.

—Gracias.

—A las siete, aquí en mi despacho.

—Hasta mañana, padre.

—Descanse y coma algo, se la ve muy pálida.

Esa noche fue larga para ambos. El cura quería resolver ese asunto cuanto antes; la monja estaba ansiosa, pensaba en qué fa­milia adoptaría a su hijo.

Cuando sonó el despertador, a las seis, María Inés saltó de la cama. Hacía apenas un par de horas que se había podido dormir. Puso a calentar agua a fuego mínimo, se duchó velozmente, sirvió una taza de té con azúcar y dos galletitas de agua. Se vistió con ropa de calle —como le había pedido el cura— y guardó en un bol­so dos remeras, una pollera, un pulóver y ropa interior. A las seis y cincuenta y cinco salió de su cuarto rumbo al despacho del padre Juan.

El cura estaba levantado desde las cinco y treinta, se había afeitado, bañado y estaba tomando un café en taza grande con al­gunos bizcochitos que habían quedado del día anterior. Antes de que llegara la monja —puntualmente a las seis—, había guardado en su bolsillo cinco mil pesos, los que sacara de la caja fuerte en donde guardaban las donaciones de los fieles. Debería inventar algo para justificar el gasto. Por suerte, el contador era de confian­za. Lo que no se imaginaba el cura era la relación que tenía Fuen­tes Robledo con el embarazo de la monja y, por consiguiente, con el destino de ese dinero. Los cinco mil pesos serían para los gastos del viaje y el pago de la intervención quirúrgica que había plani­ficado en Buenos Aires. El médico le había dicho que, por estar recomendado por el doctor Iglesias, el precio de ese tratamiento sería de cuatro mil pesos, la mitad de lo que él cobraba.

Cuando la futura madre llegó al despacho del cura, se sorpren­dió al encontrarlo vestido con yin, remera y zapatillas; lo habitual era verlo con su uniforme eclesiástico.

—Vamos, hermana, el coche está listo.

Subieron al auto; el sacerdote, al volante; ella, en el asiento del acompañante; en el asiento trasero, los bolsos. Partieron a las siete y diez. Los separaban casi cuatrocientos kilómetros de su destino, los cuales transcurrieron en gran parte en silencio. Al cabo de dos horas de viaje se detuvieron a cargar combustible, ir al baño y to­mar un café. Ella prefirió un té con limón (era lo único que le ali­viaba el malestar matinal). Cuando estaban entrando en Buenos Aires, el cura habló.

—A este médico me lo recomendó el doctor Iglesias.

—¿Le contó al doctor?

—Solo lo necesario. Lo importante es que usted esté tranquila y confíe en el médico.

¿En qué debía confiar?, se preguntó a sí misma. Si es un médi­co, ¿por qué podría desconfiar? El comentario del cura le produjo intranquilidad. Había algo que no entendía y no le agradaba.

—Es acá, llegamos bien, falta menos de media hora para nues­tro turno.

Descendieron del auto y se dirigieron a la entrada de un edi­ficio moderno, de categoría, tocaron el timbre diez, había un solo departamento por piso. La chicharra anunció que podían pasar. El ascensor automático le produjo náuseas. Cuando descendieron, se encontraron con un vestíbulo de acceso privado, alfombrado y de­corado de forma elegante, casi señorial. Una mujer joven los hizo pasar a un cuarto que hacía las veces de sala de espera. Sonaba una música suave, el ambiente olía a jazmines. Al cabo de unos minutos, los invitó a ingresar al consultorio. Para la joven, nacida en un pueblo de provincia, educada en un convento y que su primera, y única, asignación era la de Colonia General Paz, el lujo que se respiraba en ese lugar le producía incomodidad.

—Buenos días, señor López, buen día, señorita.

—Buen día, doctor —dijo el cura.

La monja no podía pronunciar palabra. “¿Señor López?” ¿Por qué ocultar su nombre?

—Pase, señorita, por favor, por aquí. Usted, señor, puede esperar en la recepción mientras la reviso y completar los requisi­tos formales con la secretaria.

El médico confirmó que el embarazo era de nueve semanas y procedió a explicarle a la joven los detalles de la intervención.

María Inés tardó en comprender que el médico le estaba ha­blando de interrumpir el embarazo. Recién en ese instante se orde­naron en su cabeza todas esas cosas que no llegaba a comprender. El viaje a Buenos Aires, la ropa de calle, el lujoso consultorio, ha­ber ocultado sus nombres verdaderos; no podía creerlo, el padre Juan, su confesor, la había llevado a una clínica de abortos. Y ella que confiaba ciegamente en él, en su fe cristiana, en su entereza moral. En un instante, todo eso se desmoronó, se sintió sola, aban­donada, perturbada; las náuseas volvieron. Salió inmediatamente del consultorio y se dirigió a quien fuera hasta ese momento su guía espiritual.

—¡Usted es un monstruo!

—Tranquilícese. Hacer este tratamiento es lo mejor para todos. Nadie tiene por qué saberlo, será un secreto entre nosotros.

—¿Nadie tiene que saberlo? Yo lo sé, Dios lo sabe, mi hijo lo sabrá. ¿Con qué autoridad puede usted decidir algo así? ¿Acaso me preguntó mi opinión? ¿Y todo lo que hemos aprendido? Nuestra fe, nuestros principios morales, lo que profesamos cada día, ¿dónde está todo eso? Usted es una basura, tiene una doble moral.

—¿Y usted pensó en las consecuencias antes de revolcarse vaya a saber con quién?

—No tiene idea de lo que pasó. Me juzga en vez de compren­derme y ayudarme. Todo lo que hice en estos cinco años fue por nuestra comunidad. Se cree Dios y no un simple representante de Él ante los mortales.

El médico, que escuchaba atento y sorprendido la discusión, preguntó.

—¿Acaso usted es cura?

—A usted no le importa quién soy, lo contraté para que haga lo que sabe hacer y no para que pregunte y opine.

—Disculpen, pero les voy a pedir que se retiren. Mi secretaria le devolverá su dinero. Ustedes nunca estuvieron aquí.

Los religiosos se retiraron del consultorio sin dirigirse palabra, subieron al auto, el cura, al volante, manejó en dirección del hotel que había reservado.

—¿A dónde me lleva?

—Vamos a descansar, mañana hablaremos, cuando ambos nos hayamos tranquilizado.

En la cabeza de la monja, los pensamientos se cruzaban, choca­ban de forma caótica, las náuseas volvieron y comenzó a dolerle la cabeza. Ya en el hotel, cada uno se dirigió a su habitación.

—A las nueve la espero abajo para cenar —fueron las palabras terminantes, frías, que dijo el cura.

María Inés se tiró en la cama, boca abajo, se hundió en la almo­hada y liberó un mar de lágrimas contenidas.

A las nueve y media, el sacerdote subió a ver por qué la joven no bajaba a cenar. Golpeó la puerta y no obtuvo respuesta, tanteó el picaporte y comprobó que estaba sin llave. Entró y se encontró a la joven durmiendo angelicalmente. Decidió dejarla descansar. Ba­jó a cenar, luego salió a caminar un rato, era una hermosa no­che, un poco fresca, como a él le gustaba.

Pasadas las doce, luego de beber un par de güisquis en un bar cercano, algo mareado volvió al hotel. Al ingresar al vestíbulo, se le acercaron dos hombres.

—¿Señor López?

—Sí —respondió el cura.

—¿O mejor, padre Juan Maidana?

—¿Qué pasa?

—Está detenido. Nos tendrá que explicar por qué se registró con un nombre falso, qué hace en Buenos Aires vestido de civil, por qué huele a alcohol y, si tiene tiempo, ¿por qué en la habitación contigua a la suya, una joven, monja de su congregación, yace muerta? Prepárese, va a ser una noche larga.