El submundo amarillo

Ficción

—No le entiendo, señor.

—¿Cómo que no me entendés?

—Es que usted me habla de cosas que yo no le comprendo.

—Mirá, Maidana, es fácil. Vos bajás al túnel y te fijás si hay al­guna rajadura por donde salga agua. Vas caminando hasta la esta­ción que está debajo de la avenida, vas despacio, mirando todo. Cuando llegás allá, das la vuelta y volvés, mirando el otro lado. Siempre tenés que mirar la pared que está a tu derecha. ¿Sabés cuál es la derecha?

—La de escribir, señor.

—Bien, nos vamos entendiendo.

—Lo que no le entiendo es eso de caminar al “suoeste”.

—Suroeste, de sur y oeste. No importa, es para allá. ¿Ves para adonde te señalo con la mano? Ese es el suroeste.

—¿Y usted sabe de eso porque estudió?

—No, pibe, no. Esto no te lo enseñan en la universidad. Lo sé por el mapa y la brújula.

—Bueno, como usted diga. ¿Entonces voy?

—Sí, andá. Y mirá bien todo. Caminá despacio y fijate bien.

—Si, señor, voy.

—Maidana. —Diga, señor.

—Llevate una linterna y ponete el casco.

Balame estaba cansado, muy cansado. Hacía más de dos años que estaban trabajando en esos túneles y habían avanzado muy poco. Cuando él se hizo cargo de la obra, estaban llegando al cruce de la avenida Caseros y la calle La Rioja, ahí donde empieza el par­que de Los Patricios. Hoy, setecientos días después, recién estaban en la otra punta del parque, bajo la avenida Almafuerte, llegando al cruce con la calle Uspallata; apenas seiscientos metros de cons­trucción. Eso le causaba gracia, menos de un metro por día, nada. Claro que esta era una conclusión simplista, pensaba Balame, no habían cavado y construido un metro por día de manera constante; la obra tuvo muchas demoras, muchas más de las que se habían planificado y de lo que él mismo hubiera imaginado. A este ritmo, este tramo del subterráneo se inauguraría el día del arquero, y no precisamente un doce de julio.

Pero lo que ahora le preocupaban eran esas grietas que Bene­gas —el pibe nuevo— dijo haber visto la noche anterior. Grietas en la estructura de hormigón,“algo más que extraño, el hormigón, una vez que fragua, no se agrieta”, pensaba Balame.

A la par del reconocimiento visual de Maidana, él mismo baja­ría al túnel para efectuar su propia observación. “Seis ojos ven me­jor que dos”, se decía a sí mismo.

—¡Déjese de joder, Balame! La obra no se puede detener. Lle­vamos más de un año de atraso.

—Mire, doctor, yo entiendo que esto puede tener un costo polí­tico, pero, si seguimos, puede también pasar algún desastre.

—¿Costo político? ¡Me cortan las pelotas! Esos hacen si segui­mos demorando. ¡Sigan adelante! Y, por favor, no se olvide de que estamos en año de elecciones, no se puede parar.

El secretario del ministro salió de la improvisada oficina del in­geniero Balame dando un portazo y se dirigió rápidamente al coche oficial que lo esperaba sobre la avenida Almafuerte. Había aceptado venir a ver la obra y reunirse con el encargado, respon­diendo a las llamadas telefónicas que había recibido durante esa semana. Balame se había ocupado de que esto sucediera llamándo­lo más de treinta veces en los últimos tres días.

Las grietas eran más que preocupantes, según lo dicho por Be­negas, lo relatado por Maidana y lo que él mismo observó. Todo in­dicaba que algo estaba por suceder; o mejor dicho, que ya estaba sucediendo.

Al principio eran solo dos pequeñas rajaduras en la sección cercana al inicio de la futura estación Hospitales. Durante la últi­ma observación —efectuada una hora antes de la reunión con el funcionario— pudieron reconocer treinta y cuatro grietas en un tramo de ciento dos metros, contados desde el inicio de la estación en dirección noreste. Pero lo más extraño no eran las grietas, sino el líquido azul verdoso que comenzaba a filtrarse desde algunas de ellas.

Balame había llegado al país a los cuatro años de edad. Su padre había muerto en 1969 en una cárcel salvadoreña como preso político; había sido un maestro comprometido con los cambios so­ciales, apresado durante la huelga general de 1968. Luego de su muerte, y a raíz de la guerra desatada con Honduras en 1969, su madre decidió abandonar El Salvador emigrando hacia el sur, si­guiendo un antiguo mandato maya.

Esta civilización creía que, después de la muerte, el alma emprende el camino hacia Xibalbá, el inframundo. Este mundo subterráneo se encuentra en el sur, y hacia esta tierra emprendió el viaje con su pequeño hijo José, buscando algún significado para la muerte de su esposo, según las creencias de sus ancestros.

José, hoy el ingeniero José Balame, de cuarenta y cinco años de edad, se había hecho cargo de la obra de este tramo de la línea H del subterráneo de Buenos Aires, contratado por la constructora.

A él lo atraía el mundo que edificaban bajo tierra. Cada vez que bajaba a los túneles, se sentía cómodo, como en su casa, entre los suyos. Tal vez los relatos de su madre tuvieran algo que ver con esto. Ella se ocupó de que el pequeño José conociera la historia y las creencias de su pueblo originario; pero lo que más quedó mar­cado en su interior fue la búsqueda que ella emprendió. Cuando su madre murió, hacía ya veinte años, él se prometió continuar su camino, y no se detendría hasta dar con el Metnal.

Según sus antepasados mayas, cuando el alma llegaba al infra­mundo (sureño y de color amarillo), renacía en un individuo de la misma especie sin ningún recuerdo de su vida anterior. Por eso había estudiado ingeniería, por eso se había doctorado en arqueo­logía y por ese motivo había buscado este trabajo en el submundo, al sur de la ciudad y en una línea identificada con el color del sol.

Balame era en realidad su apellido mal anotado por el funcio­nario de migraciones. El real era Balam, que en maya quiere decir “jaguar” y que en la misma civilización centroamericana se utili­zaba para llamar a unos espíritus protectores de los campos y las cosechas.

El día en que llegó a Argentina, un 11 de abril de 1970, en la aduana no había muchas ganas de trabajar, todos los empleados estaban pendientes de lo que ocurría con la misión espacial Apolo XIII cuando este vuelo casi se convierte en una tragedia al estallar parte del módulo de servicio que dejó a la tripulación casi sin oxí­geno, combustible y electricidad. Luego, al tramitar su residencia, el registro inicial de migraciones pudo más que su acta de nacimiento, y desde ese día fue José Balame (con “e” final, como le gustaba decir, casi burlándose del destino de su apellido).

—Suárez, por favor, junte a la cuadrilla, traigan el trépano y las herramientas necesarias para picar la pared del túnel. Vamos a ver con qué nos encontramos tras esas grietas.

—Disculpe, ingeniero, pero hace un rato le sugirieron que si­guiéramos adelante. ¿No cree que esto puede traernos problemas?

—Traernos, no. Traerme, en todo caso. ¡Al carajo con lo que dijo este infeliz! Si él es un títere es su problema, yo no me puedo quedar de brazos cruzados. Sobre mi cabeza no va a pesar una tragedia, me hago totalmente responsable de mis actos.

—Como usted diga. Pero le aviso de que no estoy de acuerdo.

—Okey, entendido. Vamos, junte a los muchachos, hay trabajo que hacer.

La cuadrilla emprendió el camino que los separaba desde el acceso exterior hasta la zona de grietas, a unos doscientos metros. A la cabeza iba Balame, ansioso por descubrir lo que pasaba. En sus pensamientos, la ansiedad se traducía en el deseo de encontrar algún indicio de lo que había venido a buscar a este mundo subte­rráneo. No podía dejar de pensar en su madre y en los vagos re­cuerdos que tenía de su padre.

Cuando llegaba a su casa, luego de la jornada de trabajo, don Pedro —como lo llamaban sus compañeros— siempre llamaba en voz alta a José: “Josecito, ven; ha llegado tu padre”. Esas palabras y la potente, y a la vez dulce, voz del maestro resuenan cada día en los oídos del hoy ingeniero. Es la misma voz que creyó escuchar en estos túneles más de una vez.

José tiene por costumbre descender a “su submundo” cada día, luego de que el personal termina su jornada y se retira. Tiene un lugar preferido, al finalizar el andén de la futura estación, en don­de se sienta a tomar mate y a escuchar los sonidos del silencio. Este es su lugar, acá medita, se relaja y piensa en el momento en que esta posibilidad se acabe, cuando se inaugure este tramo de la línea. Espera que, antes de que ese día llegue, haya terminado su búsqueda.

—Por acá, Ingeniero. Ahí empiezan las grietas.

—Sí, ya lo sé. Avancemos un poco más, busquen la más grande. En ese lugar comenzaremos.

Caminaron veinte metros hasta encontrar una rajadura de un metro y medio de largo por tres centímetros de ancho. De ella bro­taba el líquido viscoso, de color azul verdoso, que habían observa­do. El ingeniero juntó un poco en un frasco esterilizado que había traído del pañol; luego lo analizaría esperando descubrir algo.

—Muchachos, a romper. Con cuidado, perforan y miran. Vamos despacio, a ver si descubrimos qué pasa.

Luego de una media hora de trabajar perforando la pared del túnel, no habían descubierto mucho. El líquido continuaba saliendo con la misma intensidad. Ahora tenían una perforación de unos dos metros de largo, por un metro de ancho y ochenta centímetros de profundidad.

—Paren, muchachos —ordenó Balame—. Mañana seguimos, ya es hora de terminar por hoy. Vayan a cambiarse. Las herramientas déjenlas ordenadas acá, mañana vemos qué hacemos.

—¿Usted viene con nosotros, ingeniero? —preguntó Suárez.

—No, me voy a quedar un rato. Quiero ver un poco más.

—Le dejo las linternas entonces.

—Gracias, Suárez.

—Hasta mañana, ingeniero— el saludo se escuchó de varias bocas a la vez.

—Hasta mañana, muchachos. Que descansen.

Balame se quedó un par de horas recorriendo el túnel, mirando las grietas. Anotó con cuidado las características de cada una y sa­có fotos de todas: quería tener un mapa del día de hoy para compa­rarlo en días subsiguientes. Él seguía pensando en detener la construcción y sabía que para que lo autorizaran del Ministerio de­bería documentar lo que estaba pasando, aunque en el fondo estaba convencido de que todo esto sería inútil, un año de eleccio­nes podía más que cualquier lógica, por más que esta lógica fuera tan contundente como lo que estaba sucediendo en ese túnel.

Al finalizar su relevamiento, alteró la rutina diaria: ese día no se quedó a tomar mate en el andén de su estación; tenía que pasar los datos en limpio, bajar las fotos a su computadora y mandar a analizar la muestra del líquido que supuraba de las grietas. Esto último fue lo primero que hizo.

Si bien la empresa para la que trabajaba tenía un laboratorio de química propio, José prefirió enviar la muestra a uno privado. En ese laboratorio trabajaba un compañero de estudios, arqueó­logo como él, en el cual podía confiar plenamente.

—Química del Sur, buenas tardes.

—Buenas tardes, señorita. Con el ingeniero Todesca, por favor. De parte de José Balame.

—Un segundito, ya lo comunico.

—¿Balame? ¿El que tenía una plantita en su balcón y nunca convidaba?

—Hola, Todesca, sí, soy yo. Balame, el angurriento.

—¿Cómo andás? Tantos años sin verte.

—Bien, trabajando en el subte H.

—¿En qué te puedo ser útil?

—Práctico como siempre, eso me gusta. Mirá, te acabo de en­viar una muestra de un líquido viscoso. Necesito saber qué es.

—Alguna pista. Digo, para saber por dónde empezar.

—Es algo que está drenando de la pared del túnel que acaba­mos de construir, sale en varios lugares.

—Okey. Lo investigo y te aviso.

—Lo necesito cuanto antes. Creo que hay que frenar la obra, pero necesito tener datos que avalen mi corazonada. Por favor, fija­te si hay vestigios de ADN humano.

—¿ADN humano? ¿No me dijiste que ese líquido sale de la pared?

—Sí, pero, por favor, verificalo.

—Pregunta: ¿esto es oficial? ¿Va con informe?

—Si podés, preferiría que en esta primera prueba quedara acá, entre nosotros. Yo les pago el trabajo, no hay problema por eso.

—¿Estás loco vos? Por los viejos tiempos, cortesía de la casa.

—Gracias, Todesca. Te debo un vino.

—Te tomo la palabra, que sea acompañado de unas costillas a la parrilla.

—Hecho. Avisame cuando esté.

Cuando Balame miró la hora, eran ya más de las doce de la no­che; desde las seis de la tarde, en que los operarios se retiraban, el tiempo había pasado volando. Entre que envió las muestras, copió las fotos en la computadora, las clasificó y armó un archivo con los datos de cada una de las grietas, se olvidó de cenar. A esa hora lo único abierto era la pizzería de Caseros y La Rioja. Hacia allí se dirigió; una mozzarella con fainá le vendría muy bien. Después vol­vería a la construcción, hoy pensaba quedarse a dor­mir allí.

A eso de las cinco de la madrugada, un grito agudo lo despertó sobresaltado. Venía del túnel, parecía cercano y a la vez profundo. Balame se había acostado a dormir en el andén de la futura esta­ción, sobre unas mantas que tenía en su oficina. La cercanía con el túnel era inmediata, lo separaban apenas diez metros. Si bien se asustó, le costaba despertarse. Lo envolvió una sensación de “ya va a pasar, está todo bien”, abrió los ojos e inmediatamente los volvió a cerrar, entregándose a un profundo estado de sopor.

El segundo grito fue un aullido intenso, cargado de deses­peración y dolor. Balame saltó de su improvisada cama, quedando parado mirando en dirección al grito, en el túnel, hacia la grietas. Luego, a un profundo silencio que duró unos minutos, lo siguió un suave murmullo que comenzaba a brotar del túnel. A Balame le costaba escucharlo, tenía que esforzarse para llegar a percibirlo. Por momentos el murmullo cesaba, inmediatamente volvía a empe­zar y se hacía más intenso, luego disminuía y otra vez el silencio. El ciclo se repetía con el mismo orden: silencio, murmullo suave que se incrementaba y disminuía, silencio.

Balame no pudo esperar más, tomó una linterna (el túnel esta­ba a oscuras y no quería encender las luces, para que lo que fuera que hacía esos ruidos no se escapara) y bajó del andén. Mientras caminaba en dirección a las grietas, sintió que un hálito frío pasa­ba por su lado, rozándolo apenas. Eso lo estremeció y lo paralizó. Quería seguir caminando, pero no podía moverse, sentía frío, mu­cho frío. Este estado duró unos segundos; quince, quizás treinta, imposible contarlos, al hombre le parecieron una eternidad. Cuando recobró el movimiento, todo había terminado, no hubo más ruidos, ni aullidos, ni murmullos, ni aire frío; por el contrario, volvió a sentir el clima húmedo y cálido del túnel al cual estaba acostumbrado. Volvió al andén, eran ya las cinco y media de la mañana. En un rato amanecía y en una hora y cuarto llegaban los primeros operarios. Decidió no dormir más, unos mates le vendrían bien para ordenar sus ideas y acomodar sus sentires.

—¡Ingeniero!

—Sí, acá. ¿Qué pasa?

—¡Las rajaduras! —dijo Maidana, entre jadeos cortos, mientras llegaba corriendo.

—Tranquilizate, Maidana. ¿Qué pasa con las rajaduras?

—Que ya no están, ingeniero.

—¿Cómo que no están? ¿Dónde no están?

—Donde estaban ayer. En el túnel.

—No me jodas, Maidana.

Balame corrió hacia el túnel. Lo que decía el operario no podía ser realidad. El día anterior habían trabajado en el túnel profun­dizando las rajaduras, en busca de alguna respuesta; no podían ha­berse cerrado como heridas en la piel. La pared es de hormigón, el concreto no cicatriza.

—Véalo usted mismo, ingeniero, las rajaduras ya no están.

—¿Cómo mierda…?

—Cuando bajamos, hace un rato, ya estaba así. Es como si a la noche se hubieran curado esas heridas de la pared.

—¿De qué heridas me hablás? Eran rajaduras, no heridas.

—Con todo respeto, ingeniero, ¿qué diferencia hay? Heridas, rajaduras, ¿acaso no son lo mismo? ¿No pensó que la pared san­graba a través de sus heridas?

—No seas irracional, pibe. Las paredes no sangran—. Por más que Balame exteriorizara esta expresión, sus pensamientos nave­gaban por el carril opuesto. Desde los gritos de la noche anterior sabía que había allí algo con vida; quizás dentro de esas paredes.

Mientras intercambiaban opiniones sonó, su celular.

—Con el Ingeniero Balame por favor.

—Él habla.

—Buenas tardes, de Química del Sur. El ingeniero Todesca le va a hablar.

—Gracias, señorita.

—¿Balame? Todesca habla.

—Hola. ¿Tenés los resultados?

—Sí. Nada de ADN. El líquido es un hidrocarburo, aceite mez­clado con kerosén. Encontré vestigios de gasoil.

—¿Eso es todo?

—No, falta lo mejor.

—¿Sí? ¿Qué más?

—Las muestras las puse en el espectrómetro anoche. Allí es donde se analizan. Cuando está el resultado final, saca una hoja impresa con los datos. Hoy, cuando llegué, a eso de las ocho de la mañana, los resultados estaban impresos, pero los tubos con las porciones de la muestra que me trajiste estaban vacíos.

—Los habrá limpiado alguien del laboratorio.

—No, soy el único que tiene la llave del gabinete del espec­trómetro. Nadie las pudo sacar, simplemente desaparecieron. Pero hay más.

—¿Qué más?

—El recipiente que me trajiste con la muestra. Ahí quedaba la mitad más o menos. También está vacío.

—¿Qué? ¿Se evaporó? ¿Desapareció?

—Algo así, Balame, algo así. Es raro, muy raro. Es como si de pronto todo se hubiera desmaterializado.

—Una pregunta, Todesca, ¿a qué hora empezó el aparato ese a analizar la muestra?

—A eso de las diez de la noche, y el proceso tarda unas siete horas, o sea, que terminó a las… Esperá, acá tengo la copia impre­sa, dice cuatro cuarenta y nueve. Antes de las cinco terminó.

—Gracias, Todesca. Te debo una.

—Una no, un asado con tinto me debés.

¿Podría ser que todo desapareciera en el mismo momento? Las muestras, las rajaduras en el túnel, todo se esfumó entre las doce de la noche (que fue la última vez que Balame vio las “heridas” de la pared, como las llamara Maidana) y las siete de la mañana (la hora en que los operarios llegaron a trabajar y descubrieron que ya no estaban). Este horario coincidía con lo que le contó Todesca, ya que él dejó el análisis del líquido en marcha a las diez de la noche, el examen terminó antes de las cinco y para las ocho de la mañana las muestras ya no estaban. Podía concluir (a Balame le gustaba llegar a conclusiones certeras, vicio profesional tal vez) que tanto las rajaduras como la muestra del líquido desaparecie­ron en algún momento entre las cinco y las siete de la mañana. Pero esta conclusión no llevaba a ningun tipo de resolución, hasta allí podría saber. No tenía más datos, ni los podía conseguir. Las grietas ya no estaban; el líquido, tampoco. La obra podía seguir adelante.

Era un año de elecciones, también en el submundo sureño y amarillo.

A la memoria de don Pedro Balame. 2 de enero de 1939 – 29 de julio de 1969 (6:00 a.m.)