Dos escaleras, tres edificios bajos con sus ventanas rotas, una calle cubierta de vestigios de sus antiguos habitantes y un hombre sentado frente a una mesa roja, es la imagen me devuelve el visor de la cámara. De fondo, se escucha el interminable llanto, casi aullido, de una jauría hambrienta acompasada por los últimos estertores del monzón. Vuelvo al protagonista principal, ¿quién es él? Tal vez un antiguo habitante del sombrío barrio, o un sobreviviente de los acontecido que llegó a esta zona buscando un poco de paz. Quizás un vendedor de ilusiones ensobradas al vacío, o el guardián de esas paredes descascaradas que vaya uno a saber si contienen algo más que nada. Poco sé, tan sólo lo que observo. Viste de pulcro blanco, pantalones de lino y remera de algodón, zapatos de cuero negro lustrados al extremo, completa la apariencia con un panamá que calza algo inclinado hacia su derecha. Mientras lo observo a través del teleobjetivo, lee atentamente un tomo encuadernado hace muchos años mientras garabatea algunos razgos sobre una pequeña libreta. Podría también ser un cronista de la desolación, o un bailarín que, ante la soledad extrema, recuerda lo vivido cuando todo era felicidad y algarabía. Poco importa ya, en esencia somos lo mismo: dos individuos en busca de un poco de paz, algo que nuestra especie olvidó para siempre.
El hombre del panamá
Ficción
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