Un miércoles de otoño llegué a este convulsionado mundo, en un hospital público de la ciudad. Hubo llantos y risas, lo que se espera en estos casos, nada fuera de lo normal. Un niño más, similar a otros que habitaban ese sitio esterilizado.
Según el relato de mi madre, nací con escasos dos kilos, fui un bebé sumamente silencioso, donde me acostaban me quedaba. Tomaba la teta y me dormía. Casi nunca lloraba. Pasaba largas horas mirando lo que tenía cerca, una pared, el techo, o mi propia mano.
No tengo motivos suficientes para dudar de la veracidad de lo narrado por mi madre, como tampoco otros que puedan asegurar que los hechos no transcurrieron de ese modo, lo que puedo contarles es lo que he escuchado a lo largo de los años.
Creo que comprendí, ya en las primeras horas de vida, que el esfuerzo no conduce a nada útil, porque nuestro camino está signado y solo resta recorrerlo.
Ella misma, mi madre, solía contar, a quien se interesara en el relato, que el parto fue sumamente extenso y doloroso; dos días y dos noches tardé en salir al mundo exterior, cuando lo hice me dormí plácidamente.
Les puedo asegurar que no tuve intención alguna de ser el responsable de que ella sufriera por mi culpa. Puedo agregar que no recuerdo haber decidido algo de eso.
Por esos días, cercanos al de mi nacimiento, la industria, el comercio y los transportes uruguayos comenzaban una huelga; para los mineros del norte de Francia era su quinto día de reclamos negándose a regresar al trabajo; en Argentina pasaban otras cosas: se trataba un acuerdo con el Fondo Monetario Internacional (sí, parece que ésto no es muy nuevo que digamos), a la ciudad de Bahía Blanca la azotaba un temporal que dejaba cuantiosos daños, el dólar se vendía a ciento treinticinco pesos la unidad (no estoy en condiciones de asegurar que tipo de pesos eran esos), se fundaba la Telescuela Técnica que se emitiría, como su nombre lo indica, por televisión. En la ciudad de Buenos Aires, hacían más de treinta grados de temperatura; por su parte, en Rusia se ignoraba el décimo aniversario de la muerte del dictador Stalin pero oficialmente se recordaba el del compositor Sergei Prokofiev. ¿Algo de todo esto tenía que ver conmigo? No, definitivamente el mundo siempre gira por su cuenta y poco importa que alguien comience a vivir, o que deje de hacerlo.
Fui creciendo, como todos lo hacen, de a un día a la vez. En ocasiones esos días pasaban muy rápido, en otras transcurrían con una lentitud irritante, esos eran los días de quedarse en casa, ya sea por el frío, por el calor, o porque sí; decisión ésta tomada por los adultos reinantes en esa etapa de mi vida en la que yo solo obedecía, había que hacerlo así.
Comencé a gatear a los seis meses, y a caminar al año. Hablar lo hice a edad temprana, en realidad tenía pocas cosas que expresar, sin embargo las onomatopeyas llegaron muy pronto a mi vida y sirvieron como motivo de festejo de quienes me rodeaban. Tengo algunos recuerdos borrosos de esa época que, en realidad, no aportan demasiadas luces a esta historia, por lo que preferiré obviarlos.
Mi infancia estuvo signada por la escasa compañía de otros niños, muy por el contrario, durante ese período temprano de mi existencia crecí rodeado de adultos, muchos de ellos de edad avanzada.
En casa éramos cuatro habitantes humanos: padre, madre, una amiga de ambos y un servidor, más algunos habitantes de diversas especies que se iban alternando según duraran sus vidas: canarios, tortugas, peces, cardenales, caracoles, jilgueros, gatos y perros. El cuadro de humanos que completaban mi vida se componía con algunos vecinos, también adultos entrados en años, personajes éstos bastante peculiares que habitaban otros departamentos similares al mío y completaban la población del antiguo edificio.
La vivienda era una construcción estilo art decó de tres pisos, lo suficientemente maltratada como para trasmitir tristeza, sus paredes cargaban a cuestas con años de no conocer la caricia de un pincel. En sus pasillos y escaleras reinaban la oscuridad y la falta de luminarias, las ventanas de los departamentos ya no cerraban como en sus tiempos de juventud edilicia; estos ingredientes conformaban una receta nefasta que alimentaba a los crudos inviernos convirtiendo la estadía en períodos más largos y tristes que en otras casas de la zona.
En mi casa combatíamos el frío con una salamandra en la que algunas veces se quemaba leña de madera dura, esos días eran de una calidez dulce y acogedora; en otras ocasiones, cuando el bolsillo no acompañaba, la combustión de cajones de verdulería y rollos de cartón -que provenían de una sedería cercana- nos ofrecían nuestra propia versión del calor de hogar.
Los veranos trascurrían en la vereda opuesta a los crudos inviernos: calor sofocante, ambientes húmedos y un ejército de visitantes rastreros nos acompañaban en el devenir cotidiano. Un par de viejos ventiladores, uno de ellos de pie y el otro ubicado sobre un mueble ropero -ambos metálicos con enrejados protectores de color gris plomo- removían la densidad de la atmósfera hogareña.
La casa estaba compuesta por dos habitaciones. Una de ellas, la más lejana a la puerta de entrada, servía como dormitorio de los tres adultos, contaba con muy pocos muebles: una cama matrimonial y una más angosta, una mesita de luz con su correspondiente velador, un reloj despertador y una serie de estantes y barrales fijados en la pared más extensa a modo de ropero, a los pies de la cama grande se ubicaba una máquina de coser a pedal que muy pocas veces se utilizaba y una vieja tabla de planchar desacostumbrada al contacto humano.
La habitación contigua funcionaba como salón comedor, dormitorio para el pequeñín de la casa y lugar de reunión. En ella se ubicaba una mesa extensible, cuatro sillas, un par de banquetas apiladas en uno de los rincones, mi cama, un mueble aparador con algunos adornos, escasos libros, tazas y platos de diversas procedencias, un jarrón floreado, mis juguetes (un par de camioncitos, un oso de peluche, una jirafa de cerámica, un juego de dados con su cubilete de cuero y unos soldaditos plásticos que custodiaban a un cañoncito de madera y bronce), había además un teléfono de color rojo con el disco blanco que remataba esa ecléctica vista.
Mi ropa se guardaba en un baúl ubicado en otro de los extremos, sobre él un estante metálico era la base de una pequeña pecera, habitada por diminutos seres de colores variados que permanentemente me observaban (yo pensaba que eran extensiones de los ojos de mi padre, que él dejaba en casa cuando salía a trabajar).
Ambas habitaciones daban a un pasillo lo suficientemente grande como para contener la heladera y una pequeña alacena. Sobre la heladera descansaba una radio que, encendida durante las horas del día y hasta entrada la noche, emitía música y noticias.
En casa no había televisor, supongo que esta falta no respondía a un tema de principios sino de economía.
Sobre la pared opuesta, colgadas y próximas a una pequeña ventana, se disponían las jaulas con pájaros.
¿Si yo hubiera querido tener un televisor? La verdad, no sé. Nunca lo pensé. Esas cosas no se eligen, si están ahí se las usa, si no existen uno no puede saber si las hubiera deseado.
Después de todo, ¿qué es el deseo? ¿Se puede desear lo que no se conoce?
Allí había radio y se escuchaba radio, en casa todos lo hacían, supongo que eso era lo correcto. Yo no elegí, ni la radio, ni la no-tele. Tampoco elegí a mis soldaditos y camioncitos, ellos estaban allí para jugar conmigo; ni a mi osito de peluche que existía para acompañarme por las noches; ni al perro o al gato. ¿A esa edad, hace falta algo más?