Sesos dorados al aceite de oliva

Cuento joyceano. Si leíste Ulises, y conocés alguito de Bioy y Georgie, más mejor.

El hombre, o mejor dicho, los restos de quien fuera padre de Faustine y Morel, brotaron entre los mármoles y las tinieblas. Con pasos arrastrados, vagó buscando el refugio de su amado amigo. Luego de recorrer caminos, entre lápidas y mausoleos, y ante la desolación que le produjo la ausencia de su compañero en la creación de un modelo para la muerte, decidió sentarse frente a un pórtico broncíneo donde habita esa mujer. 

Desolado, hurgó en su frágil memoria, devastada por el paso del tiempo. A medida que se esforzaba por recordar, comenzó a vislumbrar una puerta de hierro, con rejas y amplios vidrios. Una voz le susurró a lo que fuera su oido: “Anchorena, Anchorena, búsquela, es allí”. Se dió vuelta, deseando reconocer a quien le hablaba. El paisaje circundante, de noche cerrada y frío, no incluía seres que pudieran expresar palabra alguna. “¿Quién?”, susurró, expectante. Silencio. Silencio seguido de otra voz, diferente a la primera: “1600, es allí”. Dudó. Volvió a recorrer con sus cuencas vacías en derredor. Nadie, sólo unas ratas devorando un trozo de algo parecido a la carne. A unos doscientos metros se llegaba a vislumbrar la entrada de la ciudad donde habitan quienes tuvieron la riqueza necesaria para comprar una parcela y edificar su morada eterna. Hacia allí dirigió sus restos.

Al cruzar el pórtico principal, la luz de la ciudad lo deslumbró. Tardó en acostumbrarse. Giró a la derecha, como siempre en su vida. Junín, luego de unas cuadras de nuevo a la derecha, Juncal. Se sorprendió de la seguridad de sus pasos, sintió que sabía muy bien hacia donde se dirigía. Cuatro cuadras después había llegado. Recorrió la cuadra. Buscaba en sus recuerdos. El frente de la casa contaba con una puerta, grande, de dos hojas, con vidrios que permitían ver el hall de acceso. También recordaba una ventana con celosías metálicas. Caminó lentamente, observaba hacia ambas veredas. Por fin la reconoció. Es ésta. Descansó unos minutos. No estaba acostumbrado al movimiento, hacía más de veinte años que sus restos descansaban en su confortable morada de granito y mármol.

Esperó. Él sabía que su amigo ya no habitaba allí, había preferido que siete guerreros lo escoltaran hacia la inmortalidad, y que no temieran. Heroismo sin fin. Sin embargo sabía que debía esperar.

Ella, guardiana de la obra de su compañero de estudios, se despertó sobresaltada. “Tenés que ir”, susurró la voz, “el amigo te espera”. Sin entender qué sucedía se vistió apresurada. Quince minutos después estaba frente al visitante. La mujer, lejos de sorprenderse por el aspecto del viejo conocido, lo saludó como si se hubiesen visto ayer. “Pase, así charlamos mejor”.

Ella pudo ser Molly, sin embargo el maestro nunca se animó a ser como Stephen, tal vez le faltaran juventud y libertad. Los laberintos eran propios, opinaba que el irlandés se había perdido en ellos y, junto a él, sus lectores. 

“...entonces le pedí con los ojos que me pidiera otra vez y entonces me pidió si queria sí para decirle sí mi flor serrana y primero lo abracé sí y encima mío lo agaché para que sintiera mis pechos toda fragancia sí y su corazón como enloquecido y sí yo dije sí quiero Sí.”

Pero ella no fue Molly. En su interior el deseo le quemaba y eso, bien se sabe, es motivo suficiente.

El recién llegado se postró a sus pies. Ella encarnaba al amigo, al maestro, era fiel custodia de su saber, de su decir, de su ser. Y sin ningún rodeo, expuso lo que masticaba en sueños desde que el compañero la hubiese abandonado. “Vive en el sur, en esa fortaleza protectora azotada por el viento marino. Su cerebro. Allí está el elixir sagrado, el grial. Lo hizo una vez y repitió, burlándose de la memoria sagrada del maestro. ¡Que falta hacía! Insultarlo de esa forma”. Y hacia el sur partieron, ella vestía un elegante traje sastre color natural, él algunos harapos y sobre ellos un impermeable que fuera de su amigo.

Stephen ya era Leopold, los años, las páginas recorridas y los riñones de cordero habían curtido su piel y asentado su mente. Él presentía que que solo podía estar a salvo en la torre, los Gogarty del mundo no podrían con él ni lo obligarían a recuperar vocales abandonadas.

Los intrusos llegaron de noche. En las sombras urdieron el plan. Tenían algunas horas para hacerse con el seso jugoso del bahiense. Luego de dorarlo en aceite de oliva, se alimentarían con las cuatro vocales que colmaban la víscera. Sería la venganza perfecta, en nombre de quien no pudo y dijo que no quiso. Lo intentaron, pero la torre fue infranqueable. El rechoncho falso cura, quien también habitaba en las alturas, luego de rasurar su mentón y de bendecir tres veces con gravedad el lugar, conjuró dos cruces rápidas en el aire. 

Fueron suficientes, a la falsa Molly y al eterno amigo del maestro los devoró una bocanada de fuego que provenía allende los mares. A once mil seiscientos kilómetros, el maestro descansó en paz.

...

Sesos dorados al aceite de oliva, es un pequeño homenaje a un traductor bahiense que no solo se ocupó de que el Ulises de James Joyce suene en español rioplatense sino que, como esto de traducir parece ser algo facilongo, lo volvió a poner en palabras castizas (digo, al mismo Ulises, pero ahora titulado Odiseo), sin ninguna letra “a”. Una traducción lipogramática que le dicen. Este relato nació el día que escuché por ahí que al troesma Jorge Luis le hubiera gustado traducir el bodoque irlandés pero, parecería ser que se le adelantó un tal José Salas Subirat, allá por la década del 40, acá en la Reina del Plata.